León Magno Montiel
@leonmagnom
Un niño caminaba descalzo por las ciénagas de Palomino, en el ardiente Caribe colombiano, soñaba con poder cantar como los pájaros que escuchaba en su paradisíaco paraje.
Hasta que un tío le regaló una flauta de caña, y se convirtió, ese instrumento artesanal, en parte de su enjuto cuerpo. Así pudo imitar el sonido de las aves de su territorio palominero.
Ese niño era Crescencio Salcedo, el hijo de Lucas Salcedo y Belén Monroy. Nació en el Departamento Bolívar el 27 de agosto de 1913, creció al amparo de su abuelo materno Telésforo Monroy, escuchando sus crónicas, sus leyendas, sus cuentos.
El abuelo le enseñó que su sonoro nombre latino significaba:
«Aquel que crece».
Cuando cumplió la mayoría de edad, Crescencio viajó al centro de la guajira, allí pasó 8 largos años y aprendió de los wayuús el arte yerbatero: llegó a conocer la esencia de cada rama, comprendió el alma de las raíces, la savia benefactora de las hojas.
Vivió unos meses en la tórrida Paraguaipoa, en sus calles llameantes pernoctó, es una ciudad fronteriza ubicada al norte-oeste de Venezuela.
Con su pequeña flauta comenzó a crear melodías, las memorizaba y luego las hacía canciones que interpretaba por las calles de Cartagena de Indias, ciudad a la que amó y cantó como un rapsoda.
Aunque no aprendió a leer ni escribir, hablaba muy bien, lo llamaron el filósofo por sus bellas frases, por sus hermosos parlamentos reflexivos. Tenía el don de la oratoria.
Crescencio es el autor de clásicos musicales inmortales, es el creador de canciones eternas en el Caribe, como:
– El Año Viejo de 1953, tema que impuso el mexicano Tony Camargo.
– Se va el caimán, se va para Barranquilla.
– Mi Cafetal, una célebre cumbia de 1946.
– Santa Marta y Cartagena, tema que grabó la reina Celia Cruz.
– Cumbia Sampuesana.
– La Múcura, que grabó Benny Moré y luego le han hecho unas 400 versiones.
– Cumbia cienaguera.
En los años 60 «El indio Palomino, Crescencio» recorrió la Costa Atlántica y luego se estableció en Bogotá, en la gélida capital colombiana sonaba su flauta en sus bulevares. Aún lo recuerdan sus clientes en el sector bogotano El Rebusque.
Él vendía flautas que él construía, luciendo su sombrero vueltiao, su maruza guajira, su holgada camisa blanca. En sus memorias Gabriel García Márquez confesó: «Yo me paraba cerca del compositor palominero, para escucharlo ejecutando su flauta, sin dejarme ver.» El Gabo era una especie de espía parrandero.
Crescencio Salcedo Monroy tocaba sus melodías para atraer a los compradores y a los viandantes, ese era su diario espectáculo. Nunca aceptó dádivas, fue un hombre digno. En una ocasión colocó un letrero que rezaba:
«Yo no pido limosnas,
yo vendo flautas».
En los años 70 se mudó a Medellín, trabajaba en la carrera Junín cada día. En la capital paisa murió en 1976, víctima de un ictus cerebral. Al momento parecía un indigente, estaba mmaltrecho, estragado por los años de carencias.
Él nunca recibió regalías por sus temas multigrabados, temas que hicieron ricos a los magnates de los sellos disqueros colombianos.
Solo tenía 63 años de edad el flaco Salcedo Monroy cuando se marchó con sus flautas al reino de la memoria, iba descalzo, famélico y lleno de melodías dulces, con hondas arrugas en su rostro indiano.
Su tumba muestra una pequeña escultura de mármol, con la imagen de un flautista indoamericano.
Crescencio Salcedo Monroy es otro artista que vivió en la escacez, en una eterna estrechez, pero que dejó una gran herencia que otros cobraron, sin dar ningún signo de gratitud.
Cada amanecer, su legado musical se acrecienta como su nombre de emperador romano «Crescencio», el compositor errabundo.
El Pepazo