Hay espectros y muertos vivos. Cuidado.
Luis Carlucho Martín
A veces no es bueno tanto escepticismo. Hay que creer en vainas. Cuando usted transite por las cercanías de la Plaza Bolívar de Caracas, cuídese, prepare su crucifijo porque aunque se haga el loco seguramente sentirá un raro escalofrío por los influjos que, desde el más allá, llegan en forma de almas en pena que pretenden redimirse y recoger sus últimos pasos.
El imaginario criollo mucha tela ha cortado sobre el espectral tema: El muerto de Gradillas, el Enano de La Torre, el o los muertos de la Casa Amarilla, el fantasma del independentista José María España o del mismísimo Simón de Bolívar, alias El Viejo…y quién sabe cuántos más…
Son incontables las víctimas de los estragos de la funesta política impuesta por la Corona Española en esos días en los que este territorio era apenas una capitanía –nada de Venezuela libre–, una guinda más de ese Imperio plenipotenciario, invasor, expoliador y asesino.
Mucha gente murió a causa de inanición y/o torturas en las cárceles caraqueñas –que todas quedaban alrededor de la otrora Plaza Mayor –ahora Plaza Bolívar–, otros a causa de enfermedades como la viruela y otros tantos que ni siquiera aparecen en registros oficiales pero que muchos cronistas referencian.
Algunos dejaron sus fuerzas y hasta la vida como mano de obra cuando construían ese casco histórico. Y otros se fueron víctimas de los poderosos terremotos caraqueños como el de San Bernabé en 1641 o el más famoso de 1812 cuando Bolívar retó a la naturaleza.
Sucede que esas almas, al parecer, buscan paz eterna, descanso total y por eso sus apariciones, gemidos, llantos y espeluznantes gritos extraterrenales que hacen eco con la solitaria estatua ecuestre del padre de la Patria y erizan la piel de quien los atestigua.
¿Cárceles en pleno centro?
La Casa Amarilla –de ese color porque en armonía con el Partido Liberal de Francisco Linares Alcántara, su primer huésped como Presidente en 1877–, ahí mismo donde está ahorita, mucho antes de fungir como sede de la Cancillería había dado vida a varias instituciones gubernamentales incluyendo la residencia presidencial. Previamente fue una importante prisión que terminó constituyéndose en la Cárcel Real según decreto del Rey español. Quien allí purgaba condena difícilmente salía para contarlo. Fueron públicas las torturas y métodos que hoy encabezarían informes internacionales sobre violación de los Derechos Humanos. Usaban grillos, cadenas, palizas, hambre forzada, y dejaban morir de mengua a quienes padecieran cualquier enfermedad, a manera de escarmiento para todo aquel que osase alzar su voz –y más sus acciones– contra los intereses de ultramar.
Era reclusorio de los considerados más peligrosos, los que se oponían al régimen y los delincuentes comunes, rateros de poca monta que eran prácticamente abandonados o preferiblemente torturados hasta exprimir sus últimos suspiros. Lamentos que son escuchados por los actuales empleados de la Cancillería. En la biblioteca, en los salones principales, en todos lados hay un fantasma recordando ese rudo pasado.
Por su parte, funcionarios corruptos o presos privilegiados eran tratados con cierta benevolencia y les daban casa por cárcel; siempre en los alrededores de la Plaza Mayor, sencillamente porque Caracas no pasaba de allí, pues.
Ese fue el caso del abuelo en quinta generación del Libertador, don Simón de Bolívar, apodado El Procurador y El Viejo, acusado y despojado de sus bienes por el sucesor en la administración de los bienes públicos, Sancho de Alquiza. Comprobada la inocencia del primero de los Bolívar, fue exonerado y pensionado por La Corona. Dicen que El Viejo asusta a los neocorruptos aunque ha perdido efectividad.
Barbarie pública
Cuando José María España, el socio de Pedro Gual –autores intelectuales de La Conspiración de Gual y España– fue literalmente arrastrado, atado a la cola de un caballo, desde su reclusorio hasta el cadalso en la Plaza Mayor, los realistas obligaron a los maestros de las escuelas ordenaran a sus alumnos presenciar el dantesco proceso que culminó con el ahorcamiento, decapitación, desmembramiento y fritura de la cabeza del líder libertario, con la firme intención de sembrar terror entre quienes pretendieran tan solo pensar contra la monarquía. No conformes con ello, las partes de la víctima fueron esparcidas y exhibidas en distintos sectores de la capital y de La Guaira…
Cuentos y rumores
Otros hechos horripilantes sucedidos en los alrededores de aquella Plaza Mayor dieron pie a una serie de infundios y creencias extrañas acerca de apariciones que dicen presente cuando se pasa asistencia entre los personajes que conforman la rica historia caraqueña.
El muerto de Gradillas tiene hasta una guaracha –más sabrosa que el carajo que le hizo Billo–. Una cuadra más arriba dicen que sale el Enano de la Torre. Se trata de un espanto que pide fuego para encender su cigarrillo y quien lo auxilie corre riesgo de verlo crecer hasta el infinito con risa macabra y convidado al fuego eterno del infierno. En las esquinas de San Jacinto, Principal, El Conde, Sociedad y sus adyacencias la gente asegura haber visto amigables fantasmas como el de la famosa vendedora de conservas o El Carretón, que no era más que los carruajes de los amantes clandestinos que preferían la oscuridad de las noches para mimetizar sus reales intenciones… Así mismo transcurren las temidas historias de tantos otros personajes que le dieron vida a la evolución de aquel asentamiento que de semi rural pasó a la moderna metrópoli donde hoy asustan más los vivos, sobre todo esos maleantes dueños de las noches y de la paz de los caraqueños.
No sea escéptico. Y recuerde, quieto es quieto. No invente. Si es un fantasma la cosa no pasará de poner su piel de gallina y un sustico. Pero si le sale un muerto vivo la cosa se puede complicar…
El Pepazo