Al ver que la imagen del hijo de Dios se confundía con los frutos de aquel prodigioso árbol, que producto del azar se cruzó en el camino de tan numerosa procesión, la gente se imaginó que algo bueno le depararía el destino para contrarrestar las calamidades que había traído aquella epidemia criminal.
Luis Carlucho Martín
“Por la esquina de Miracielos/ en su Miércoles de Dolor/ el Nazareno de San Pablo/ pasaba siempre en procesión”.
Es una estrofa de El Limonero de El Señor, poema de don Andrés Eloy Blanco, dedicado al milagro tan divulgado en aquella Caracas, cuando por efectos de la mal llamada «peste española» se estaba muriendo la gente por montones, y cuentan que, en una de esas procesiones de Semana Santa, la corona o la parte superior de la cruz del Nazareno de San Pablo, se enredó con las ramas de una mata de limón plantada en la esquina de Miracielos, en pleno centro de la ciudad.
Al ver que la imagen del hijo de Dios se confundía con los frutos de aquel prodigioso árbol, que producto del azar se cruzó en el camino de tan numerosa procesión, la gente se imaginó que algo bueno le depararía el destino para contrarrestar las calamidades que había traído aquella epidemia criminal.
El Cielo oyó sus súplicas. Unos dijeron que los limones fueron rasgados por las espinas de la corona de Jesús, y el zumo derramado, al ser probado por los feligreses, causaba un efecto curativo de carácter inmediato. Otros dicen que con tan afortunado encontronazo entre la procesión y aquella mata, los limones empezaron a caer, ofreciéndose muy cargados del ácido pero curativo elixir.
Santo remedio. Santo milagro. Ese fue el canto generalizado. Y los enfermos empezaron a sanar con tan altas y puras dosis de vitamina C encapsulada en los milagrosos frutos.
Antes de su fama supranatural, aquellos frutos del especial limonero —que había sido sembrado por un desconocido español durante la Pascua de 1915— servían para dar el jugo que se consumía durante las festividades de San Simón.
Si hubiese sido ahorita, en nuestros tiempos, no hay dudas de que los nada santos bachaqueros ya se hubiesen apropiado de la mata, de sus frutos y hasta de la esquina de Miracielos para, desde sus improvisados tarantines, revender limones, jugo, concha y hasta “las pepas” a precios inimaginables y en divisas.
“¿Qué mano avara cortaría/ el limonero del señor?”, escribió el poeta cumanés en una pregunta sin respuesta, y en claro tono de reclamo ante el alocado crecimiento capitalino que no tomó en cuenta ni respetó ni a las normas de planificación urbana, ni, mucho menos, a esas reliquias santorales de comprobado efecto milagroso.
“(…) Y se curaron los pestosos/ bebiendo el ácido licor/ con agua clara de Catuche,/ entre oración y oración (…) El Nazareno de San Pablo/ tuvo una casa y la perdió/ y tuvo un patio y una tapia/ y un limonero y un portón/ ¡malhaya el golpe que cortara/ el limonero del Señor”, dicen otros versos de la pluma del cumanés, en clara alusión al lamento que significa no poder contar con la sagrada fuente de curación…
Y estas líneas cierran con el inicio del poema: “En la esquina de Miracielos/ agoniza la tradición…”, porque, a falta del sagrado zumo, la costumbre no solo agonizó sino que lamentablemente feneció.
El Pepazo