La amarga realidad de la torta bejarana
Luis Carlucho Martín
Desde siempre el sistema político impuesto a distancia por el imperio español en estas tierras mal llamadas nuevo continente, fue de atropellos, vejaciones, timos, mentiras, abusos… sobre todo con quienes se le entregaban mansamente y veían en él una instancia omnipotente.
¿No me cree? Pues mire cómo el maluco del Rey Carlos IV, por allá por los 1790 y tantos, se valió de su poder para burlarse de tres damas criollas, hijas del acelerado mestizaje que daba forma a la incipiente sociedad de entonces.
Estas damas, señaladas como pardas por su tono de piel, al tanto de las notorias diferencias y privilegios a favor de la gente blanca, estaban dispuestas a hacer hasta lo imposible para obtener un título que las acreditara para gozar de los mismos derechos que amparaban a los más claritos.
Dicen que, a costas de vender dulces en aquella urbe de unos 30 mil habitantes, las aspirantes a ser tratadas como blancas aun siendo oscuras, acumularon la fortuna para obtener el tan ansiado crédito que blanqueara legalmente sus teñidas epidermis.
Derechos chucutos
“Que se tenga a las Bejarano como blancas, aunque son negras”, rezaba el costoso mandato de su Majestad Carlos IV; que luego aclaraba el asunto –mas no la piel–: esos nuevos derechos eran chucutos. Un negocio chimbo, pues.
El inapelable documento afirmaba que “a pesar de ser tenidas por blancas, no son blancas las Bejarano”. ¿Y entonces? Eso les pasa por frasquiteras y por andar pendientes del qué dirán, murmuraba la sociedad.
Por tales motivos, solo sus nombres sin títulos, era lo que relucía entre la caraqueñidad de entonces, que enloquecía por comer los ricos postres de las Bejarano, quienes, a pesar de su esfuerzo y su incalculable erogación, nunca lograron ser consideradas ni siquiera doñas, una especial distinción de respeto a la que no tuvieron acceso, por su inocultable teñido color de piel… cosas de aquella mantuanidad y el Imperio español.
¿Y ponqué?
Cuentan que Bolívar chamo, empedernido comedor de dulces, mandaba a sus amigos a donde las negritas Bejarano para que le compraran su ración de postres. Le encantaba el majarete y la especialidad de la casa, la torta bejarana. En esa oportunidad el mandadero fue Pedrito Ascanio Izturriaga, primo de una pretendiente de aquel joven que más tarde sería Libertador. El mandadero, más conocido como El Chingo Pedrito, demoró el encargo de Simón y cuando llegó donde las Bejarano pidió majarete. “Ya se terminó”, le dijo alguien. Algo nervioso preguntó, con su lengua mocha, “y pon qué”. “Porque sí, Pedrito. Llegaste tarde”, le repicó una de las Bejarano, sin entender que le estaba pidiendo una ración de ponqué, como también llamaban al rico postre de la casa.
¿Quién se atreve?
Los chef y jefes pasteleros de la actualidad, que se jactan de saber muchísimo acerca del mestizaje de olores, colores y sabores de nuestra cocina y repostería tradicional, se atreven a llamar burrera al artístico e histórico producto final de las Bejarano, porque esa receta producía unos ponqués que rendían mucho y aceptaban cambios en la preparación de acuerdo con los ingredientes que se tuviesen a mano.
Pero el de las hermanas que pretendieron ser blancas siendo negreas, era reconocido como el único, el original sabor de la torta bejarana.
Por eso causa risa cuando estas noveles estrellas de las artes culinarias y pasteleras pretenden dictar estrictas recetas –como la que viene a continuación– que hacen hincapié en 125 gramos de margarina o mantequilla derretida, o 300 grs de queso blanco salado y rallado, o 180º durante 50 minutos en el horno. ¿Cómo hicieron las originarias? Sin la mágica harina de trigo que ahora todo lo resuelve en pastelería. Sin balanza de peso. Sin hornos modernos… Y la cosa salía y sabía bien.
Ellas, Magdalena, Eduvigis y Belén, se las ingeniaron para hacer su melao con papelón, clavos dulces, guayabita, canela y mezclar con el bizcocho molido, semillas de anís y ajonjolí tostadito, maíz cariaco, huevos y varios plátanos maduros. ¿Cómo sabían el momento justo para darle forma y llevarlo al improvisado fogón, quién sabe a cuántos grados?
Y la cosa debe haberles quedado muy apetecible porque con el dinero de sus ventas se dieron el gustazo de pagar la Real Cédula blanqueadora de piel para efectos de tener unos cuantos derechos más que el resto de pardas y negras de aquella Caracas colonial.
Pero aunque se vistieron de seda negras se quedaron…¡Qué vaina tan dulce o tan amarga!
Para recibir en tu celular esta y otras informaciones, únete a nuestras redes sociales, síguenos en Instagram, Twitter y Facebook como @DiarioElPepazo
El Pepazo