Luis Carlucho Martín
Hoy, cuando se cumplen 142 años de la inauguración de la céntrica ruta del tranvía de Caracas entre Gradillas y Parque Carabobo, no se avizora nada para celebrar, porque en el sistema Metro de Caracas, heredero del cumpleañero, se refleja un inocultable deterioro desde lo operativo hasta su ambiente y su influencia en la cultura caraqueña. No busquemos culpables sino soluciones. ¿Oídos sordos, falta de voluntad o de adecuada gerencia que se muestra alérgica a las críticas?
Valga decir que aquel –el que hoy debería estar de fiesta–, en sus rutas totales de una Caracas que aún ni soñaba en llegar a 100 mil habitantes, funcionaba por la tracción de caballos y mulas, toda vez que la electricidad brillaba por su ausencia. Cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia, aunque por diversos motivos: Antes no existía. Hoy existe, pero tiene múltiples y constantes fallas. ¡Ah mundo!, diría cualquier guaro o guara radicada en la cuna de Bolívar.
Para aquellos años de una Caracas entre lo rural y lo semi-moderno, “Tranvías Bolívar”, cubría las rutas Plaza Bolívar y Palos Grandes –actual San Martín–, inicialmente, además de Caño Amarillo a Quebrada Honda, mientras que “Tranvías Caracas” hacía su recorrido por La Pastora, Puente Hierro, El Paraíso y también Palos Grandes. Ambos funcionaban tirados por animales amaestrados, al punto que andaban a velocidades que no representaban riesgo alguno y se detenían con el timbre que sonaban los pasajeros al aproximarse a sus respectivos destinos.
Con la entrada del siglo XX y la aparición del novedoso sistema eléctrico capitalino –sin iguanas terroristas– el viejo modelo de trasporte abrió paso a nuevos carruajes, guiados por su respectivo cochero, quien administraba las rutas valiéndose del impulso generado por el voltaje que había traído el modernismo. Así, “Tranvías Bolívar” y “Tranvías Caracas” no solo cerraron sus puertas, sino que debieron vender sus bestias, por lotes, a bajos precios, porque ya no tenían trabajo.
Asumió la responsabilidad del transporte “Tranvías Eléctricos de Caracas”, con la inauguración de una ruta desde Los Flores de Catia a El Valle el 15 de enero de 1907, con sus capítulos de evolución –nuevos vagones y luego trolebuses “made in” Caracas– hasta 40 años más tarde, cuando el boom de la gasolina y la llegada de los autobuses y los carros particulares sentenció la muerte del entonces vetusto –pero muy importante para la historia del transporte público nacional– sistema, que en la actualidad es representado por El Metro, no solo en Caracas, sino en otras ciudades de preponderancia nacional.
Lástima que aquellos vagones de origen belga que medían 7.3 metros de largo por 1.6 de ancho mutaron en estos novísimos e inmensos vagones franceses con aire acondicionado que no funciona, con luces internas casi todas en mal estado que hacen más lúgubre el ambiente para los pasajeros. Ellos deben sortear todo tipo de anárquicas estrategias de la muy mal llamada economía informal, de la ineficiencia del propio sistema de transporte, de los cuerpos encargados de la seguridad que descaradamente se dedican a la matraca y otros avatares.
En aquellos espacios reducidos de otrora no hubiese existido condiciones para la proliferación de miles de mendigos, pedilones, vendedores de lo que sea, delincuentes, carteristas, ciegos que ven la vida de otra manera, sordos que oyen lo que les conviene, mudos que hablan mal de sus compinches de causa… y los mancos por aquí y los cojo por allá.
Recientemente se encontraron seis ciegos en un vagón. En lo que uno de ellos inició su insólito y muy gastado discurso con un amenazante “buenos días, porque le educación está por encima de todo”, tipo regaño, pues. Otro invidente reconoció su voz. “Ese es Juan, de Petare”. Y otro que iba apartando gente blandiendo su bastón cual la espada independentista que aún no halla su objetivo, gritó: “Mosca que por ahí anda un viejo ciego que es tremendo pajúo; es nuevo en El Metro y ya nos quiere joder el rebusque”. Todo esto de la manera más vulgar y descarada. La gente opinaba. Un veterano que tenía rato criticando la situación del país, no dejó pasar la oportunidad: “Yo he visto a ese viejo. Siempre dice que los otros ciegos no son ciegos un coño. Que son unos avispados del barrio xxxxxxxx, que piden plata para drogarse y después robar”. La cosa se empezó a tornar fea, porque un señor de unos 70 años aproximadamente que venía calladito, sentado en las sillas azules para los discapacitados, se paró de repente y cual Dartañán lanzó varios sablazos con su improvisado bastón –que no es de ciegos; más parecido a un garrote–, y en acto de mea culpa se confesó públicamente: “Yo soy ese viejo. Cuál es el peo. Tengo glaucoma. Veo un poquitico y con eso me basta para saber que estos que vienen aquí son malandros. Estos martillan plata y en la tarde se bajan en ‘Colegio de Ingenieros’ para arrebatarse”. Ante la grave denuncia, otro ciego, mucho más joven, atlético, se guio por puro instinto, por los sonidos y le llegó al viejo. Se metieron unos puños, pero de ahí no pasó. Aunque hubo amenazas de muerte. Eran como las 11 de la mañana. Mucha gente fue testigo del tétrico espectáculo que se veía interrumpido por el vendedor de pañitos a 12 por un “dolita”, o 4 por 12 bolos. Caramelos de todo tipo a “boliba”. Chicles de menta y yerbabuena a un verde el paquete de 5 unidades. Chocolates, los primos de Bachy en oferta irresistible. Vendo hisopos de madera con buen algodón y tengo Vaporub. Tetas de tamarindo, parchita y guanábana “pa la calol”. Epa Caracas linda, mi gente bella, mi gente educada, te traigo tres bolígrafos por 50 bolos y uno por 25. Y quién sabe cuántas vergas más, mientras pasa el desfile de los que piden medicina para sus hijos que hace un año se estaban muriendo. Te enseñan el mismo récipe, ya todo manchado por la dejadez y ajado por la mentira. Y la gente sigue cayendo en el viejo truco.
¿El otro ciego? Las autoridades. Se niegan a ver esa y otras realidades: choros, gente joven que se adueña de los puestos destinados a viajeros de la tercera edad, mal vivientes –y mal olientes– que se lanzan en medio de los pasillos, se sientan en el piso y ocupan los espacios comunes. Y el que reclame se ve amenazado por posibles puyazos con sus muy filosos punzones que exhiben para amedrentar… y vaya que lo logran. A ellos se unen menores de edad en situación de explotados por mayores, niñas y niños evidentemente bajo efectos de sustancias sicotrópicas que en tono aterrador pretenden recibir auxilio monetario sí o sí de parte de personas visiblemente vulnerables. Y nadie se mete. Nadie hace ni dice nada. La gente lo que quiere es llegar a su estación de destino para escapar del calorón infernal, del mal servicio, de aquel ambiente hostil y de la realidad. El tren se detiene en medio del túnel. Su conductora no explica nada. Y cuando arranca se equivoca y nombra por el altoparlante una estación que acabamos de pasar.
Los hacedores de opinión pública, los influencers, los yutubers, los dueños de encuestadoras, no deberían desaprovechar un viajecito gratis en el subterráneo para recoger el verdadero sentir del pueblo de a pie. La balanza atenta contra todos los políticos, de todas las tendencias. La gente está cansada. Hace comparaciones con otros tiempos y otros países. Pero no pasa nada. La desatención está llegando al llegadero. Después puede ser tarde… He dicho.
El Pepazo