Luis Carlucho Martín
Aunque pudiera aproximarse, no se trata de un capítulo robado a Manuel Scorza, Isabel Allende, Eugene Ionesco ni al Gabo. –Sería un honor redactar aunque fuese una línea como ellos lo lograron. Sin dudas, hacerlo resultaría extraordinariamente una fantasía–. Pero luce inevitable relatar lo que sucede en la cotidianidad del Metro de Caracas sin acercarse al realismo mágico o a una pieza del más puro absurdo…
El concurrido e importantísimo medio de transporte subterráneo, asociado en sus inicios con “la solución para Caracas”, no escapa de la agitada anarquía imperante en la capital venezolana, que trae consigo caos y permite visibilizar la inocultable crisis, inducida y propia –con el extravío, quizás voluntario, del Manual de Carreño, el desgaste de las costumbres tradicionalistas, los buenos modales y los valores, hoy en peligro de extinción–, donde lo increíble, quizás lo incierto, tiene tierra fértil.
Ahí se consigue de todo. En el neurálgico sistema de transporte, el usuario, sin buscarlo, se topará con irreales realidades que van desde los vendedores de chucherías y de sueños a los timadores, carteristas y delincuentes comunes. A ellos se agrega un ciego que ve, una sorda que oye, un parapléjico que no solo camina, sino que corre más rápido que Usain Bolt y un lisiado que salta más que nuestra campeona mundial Yulimar Rojas. Los captadores de talento deportivo deberían apuntar su brújula hacia ese submundo underground de Caracas para renovar las bases atléticas de las venideras selecciones nacionales. Igualmente, los encargados de las artes histriónicas. Sumérjanse, porque material hallarán de sobra. Basta una simple pesquisa.
El usuario común podrá comprobar que se trata de grupos que lucen organizados y actúan con más sincronización que los duetos de salto chino y nado ruso recién exhibidos en los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020.
Un mismo combo
Ningún discurso ofertante atropella al otro. Se dan chance entre sí. Son del mismo combo, sin dudas. Todos deben llegar al público y captar su atención, casi hasta embobarlo. Todos deben convencer. Todos deben vender. Unos, unas cosas; otros, otras. A precios inigualables. Ofertas casi irresistibles que invitan a pecar, a ser cómplice del caos. Y allí radica el gran error. De cliente puede usted pasar a víctima en un santiamén.
Es que además están resguardados por los predicadores de diversos credos que se intercambian de vagones, de andenes, de líneas y de “payasos” –esos que les responden las oraciones y siguen sus embriagantes conversaciones para que usted caiga en la trampa; son del mismo equipo–. Unos creen en Dios, otros en Cristo, otros en ángeles, otros en santos, otros en vírgenes, otros llaman pecadores a estos por idólatras y alzan sus voces en busca de una firme represión que enviará Jehová según su Atalaya. Otros hablan de Changó y del guerrero Ogún en perfecto africano, aunque escriben “cajón” con “g” y ni siquiera saben conjugar el verbo ser en su español originario.
Tristemente, un alto porcentaje de estos actores de calle, preparados en el teatro de la vida, para poner en escena el fracasado libreto del populismo salvaje y dirigidos por el hambre, el desempleo y la miseria –elementos que deberían estar en extinción–son jóvenes en edades de escolaridad inicial y educación media, en su mayoría. ¿El hombre nuevo? Una fuerza que el país requiere en formación para apuntar a una futura producción de calidad con esos ciudadanos teóricamente óptimos y que deberían estar prestos a asumir el liderazgo necesario para las tareas que demanda la situación. Recursos hay, pero imperan situaciones inicuas.
Esta pesadilla se achaca al bloqueo criminal, mientras desde la acera de enfrente se desnuda la ineficacia de los entes gubernamentales a todos los niveles. No importa quién tiene la razón. Se solicita urgente solución. Es una pequeña muestra de la sociedad vivida a diario en la intrincada red vial de las profundidades capitalinas.
De velocistas y otros dones
Una de las cosas más inverosímiles de este relato es que el usuario común ya sabe de estos ardides y sigue cayendo en esas trampas, se sigue victimizando. Cuando viene el señor de la pierna visiblemente lesionada, que con cara de mucho dolor pide ayuda para su cirugía que si no resulta urgente corre el riesgo de perder la extremidad –discurso diario por varios años, y no ha perdido ni pierna ni vergüenza– casi todo el vagón dice, en acoplado coro: “No le den nada. Es un farsante. Ese se baja ahorita y sale corriendo para el tren que va en sentido contrario. Es un inmoral. Podría trabajar en vez de pedir…” Y un montón de cosas más. Y en efecto. Casi nadie le da. El tipo pone cara de pocos amigos. Echa sus maldiciones que resultan repelidas por una de las rezanderas improvisadas, cuyo diálogo entra correctamente en acción según el guion prediseñado. El tren se detiene y viene una bendición a ese usuario que por nuevo –o por miedo– le donó algo, y el manco reitera las maldiciones para quienes no cayeron en su trampa. Al abrir la puerta sale como alma que lleva el diablo, sin muestras de dolor alguno, cruza el andén y a empujones –que requieren fortaleza y mucha malicia– atropella a mujeres, niños y gente de la tercera edad, porque él es un pobre lisiado que merece misericordia y debe abordar ese vagón para seguir en su labor de martillo incesante. Coñuesumadre, dice uno para adentro.
El tren sigue su viaje. Apenas avanza, entra en escena el ciego que se muestra contrariado cuando ve que le dieron un billete de 200 mil que ya no acepta nadie, y menos en estos tiempos de cambio de cono monetario. En eso, la muchacha que luce un cartel en el que explica que su sordera se debe a un terrible accidente de moto, voltea cuando le ofreces cinco dólares. Coño, así sí. Y de repente se oye un estruendoso mentón de madre de parte del mudo –que casualmente iba de parrillero en la misma moto que pilotaba la sorda– cuando comprueba que nadie le cree más sus inminentes falacias.
Un mudo le dijo a una sorda que un ciego la está mirando. Eso pasa a diario en nuestro Metro de Caracas, que usted puede abordar con la plena certeza de que hará un tour animado por el realismo mágico que le ofrece la capital, donde además verá escaleras mecánicas que no son mecánicas nada, aire acondicionado que genera calor y funcionarios que no funcionan. ¡Pa qué más! Viva Caracas y su tren mágico.
El Pepazo