Se exhiben una serie de cartas e imágenes que muestran a la pintora mexicana de pequeña junto a su familia, el conflictivo amor con Diego Rivera y los tormentos físicos. Muchas escenas fueron captadas por su padre, Guillermo Kahlo, reconocido fotógrafo en su época.
“Nadie sabrá jamás cómo quiero a Diego (Rivera). Quiero que nada lo hiera. Que nada lo moleste y le quite la energía que él necesita para vivir. Vivir como a él le dé la gana. Si yo tuviera la salud quisiera dársela toda, si yo tuviera juventud, toda podría tomarla. No soy solamente su madre, soy el embrión, el germen, la primera célula que en potencia lo engendró”, escribía la reconocida artista mexicana Frida Kahlo en su impresionante diario íntimo, repleto de textos escritos con diferentes caligrafías –cada una diversa, respondiendo a su muchas veces débil estado de salud–, y profundos dibujos ilustrativos, complementarios.
Dueña de una vida dolida, sufrida y discapacitada, el llanto surge del autorretrato, mientras que las sonrisas vuelan desde las vitrinas ubicadas a su costado: en la sala de Malba especialmente dedicada a los autorretratos de Frida cuyos dueños son Eduardo Costantini y Malba, pasa, quizás, desapercibido ese original tesoro que engendra un lado más desconocido de la pintora mexicana: una serie de cartas manuscritas y fotografías que muestran a una Frida pequeña, la vida familiar junto a su madre y hermanas, la Frida de moños, de zapatitos guillermina, de volados y poses correctas, la casa Azul, familiar, de Coyoacán…
Frida pintando convaleciente en su cama; Frida en el ataúd. Parte de estos documentos –que también pertenecen a la colección personal de Costantini–, provienen del fondo de Raquel Tibot, crítica de arte e historiadora del arte, quien fue amiga de Frida Kahlo.
Las fotografías fueron realizadas por Guillermo Zamora y por fotógrafos desconocidos, aunque aunque muchas de ellas han sido tomadas por el propio padre de Frida, Guillermo Kahlo, reconocido fotógrafo en su época.
Carl Wilhelm Kahlo (quien se cambió su nombre a “Guillermo” al llegar a México a vivir, en 1891), había nacido en Pforzheim, en el Imperio alemán, en 1871. Kahlo-padre estableció su estudio fotográfico en la ciudad capital de México en 1901, en donde trabajó para El Mundo Ilustrado y Semanario Ilustrado, pero especialmente realizó importantes trabajos comisionados por el gobierno mexicano, de relevamiento y documentación fotográfica, que testimoniaron las obras de arquitectura pública que se estaban llevando a cabo en ese momento.
En la vida íntima, Kahlo-fotógrafo daba cuenta a través de fotos de sus cuatro hijas –Matilde, Adriana, Frida y Cristina, esta última muy cercana siempre a la pintora–, y de su segunda mujer, la madre de Frida, Matilde Calderón, originaria de Oaxaca. A ellas puede vérselas ahora en Malba, en estas piezas fotográficas ubicadas en la vitrina: ramo de brillantes para la memoria histórica.
En estas fotos puede verse, por ejemplo, una Frida pequeña, a los 12 años, en la casa de Isabel Campos (amiga de Frida desde la infancia), junto a su hermana menor Cristina y otros niños.
En otra fotografía puede observarse a las cuatro hermanas Kahlo llenas de moños y a la madre Matilde, también fotografiadas por el padre, Guillermo Kahlo. Ya durante esta época la artista sufría de dolencias físicas: a los 6 años había tenido poliomielitis, lo que trajo como consecuencia que su pierna derecha fuese más corta.
De «la mujer de» a la remera
Pero la Frida que se ve en estas fotos de una de las vitrinas de Malba es una Frida niña y feliz: rodeada de sus hermanas y amigas, con su madre cerca cuidándola, gozando la familia de una situación económica acomodada. Lejos se encontraba todavía la otra Frida, la pintora adulta, ya casada con Diego Rivera.
A esta Frida puede vérsela en la segunda vitrina, la que se ubica cercana al autorretrato Diego y yo: la pintora aparece en múltiples fotografías yaciendo en su cama, con un caballete acondicionado especialmente para poder pintar acostada. Una mujer harta de las cirugías a las que se vio sometida repetidas veces a lo largo de su vida; una mujer para quien la pintura y la militancia (en el Partido Comunista) fueron fundamentales para sobrevivir.
Artista aguda y doliente, pintó más de 50 autorretratos que exponían un imaginario original –Picasso y Joan Miró admiraban su obra–, y sin embargo, realizó en vida sólo tres exposiciones: en el folleto de su segunda muestra –en 1938, en la galería Julien Levy de Nueva York–, aparece impreso su nombre como “Frida Kahlo” y entre paréntesis, “Frida Rivera”, para que el mundo la reconociera como la conoció mientras la artista vivió: no como una pintora sino como “la mujer de” Diego Rivera.
Hay testimonios: la artista jamas quiso ser famosa, jamás quiso que se hablara de ella. Cuando Frida falleció en 1954, era prácticamente desconocida como pintora e intelectual; la identificaban solamente por acompañar a Rivera.
Décadas más tarde la historia se daría vuelta rotundamente cuando diferentes grupos vulnerados o militantes adoptaron su imagen como ícono y familiares de la pintora crearan (ya en los 2000) una compañía con su nombre como marca: esta es la Frida que aparece en las remeras.
Pero durante la infancia de la artista, ella fue la hija más cercana a Guillermo, el padre fotógrafo: muchas veces lo acompañaba a realizar su trabajo, sus tomas fotográficas. Existía también otro lado que unía a padre e hija; era la enfermedad. Frida-niña había sufrido poliomielitis; pero su padre tenía desmayos frecuentes y repentinos.
Si bien durante la infancia de la pintora nunca supo cuáles eran las razones de los desmayos de su padre, de adulta comprendió que padecía epilepsia.
El accidente
Frida sufrió un accidente terrible a los 18 años, el 17 de septiembre de 1925, cuando el tranvía en el que viajaba junto a su novio Alejandro Gómez Arias dejó en la joven (quien todavía no pintaba regularmente ni se dedicaba al arte) secuelas terribles: su columna vertebral se fracturó en tres partes; también se fracturó las dos costillas, la clavícula y el hueso pélvico.
Su pierna derecha se fracturó en once partes, su pie derecho se dislocó. La Kahlo artista, adulta, bromeaba (en formato negro) que ésta había sido la forma en la que había perdido su virginidad. La medicina de la época la sometió con operaciones quirúrgicas múltiples –al menos treinta y dos a lo largo de su vida–, corsés de yeso y otros materiales, y distintos y tortuosos mecanismos de «estiramiento».
Fue entonces cuando, obligada a guardar reposo y estar inmóvil y recluida por larguísimos períodos de dolor y reparación, la anteriormente inquieta Frida comenzó a vivir encerrada en cuatro paredes: fue durante ese momento cuando comenzó a pintar.
De hecho, un año después del accidente, en septiembre de 1926, pintó su primer autorretrato al óleo, obra que dedicó a Alejandro Gómez Arias. Ya en 1927, Frida se vinculó a militantes del Partido Comunista y con artistas: entonces conoció a Tina Modotti, quien a su vez le presentó a Diego Rivera.
Dos años después de conocerse, en 1929, Frida y Diego se casaron. En ese momento comenzó el costado mas reconocido de la vida de Frida: el de la pintora “mujer de”, y el del ser humano doliente.
Luego, ya con años de relación con Diego, con un divorcio entre e llos y un nuevo casamiento de por medio, Frida escribió en su diario, entre 1950 y 1951: “Estuve enferma un año. Siete operaciones en la columna vertebral. El Doctor Farill me salvó. Me volvió a dar alegría de vivir. Todavía estoy en la silla de ruedas, y no sé si pronto volveré a andar. Tengo el corset de yeso que a pesar de ser una lata pavorosa me ayuda a sentirme mejor de la espina. No tengo dolores. Solamente cansancio (…), y como es natural, muchas veces desesperación. Una desesperación que ninguna palabra puede describir. Sin embargo, tengo ganas de vivir. Ya comencé a pintar”.
El autorretrato Diego y yo –pieza central de Tercer ojo, la muestra del Malba–, da cuenta al menos de tres situaciones: por un lado, el vínculo complejo y “devoto” de Frida hacia Diego (ella misma dio testimonio de ello escribiendo sobre Diego: «Mi sangre es el milagro que va en las venas del aire de mi corazón al tuyo» y «Tú eres todas las combinaciones de los números. La vida. Mi deseo es entender la línea, la forma, la sombra, el movimiento. Tú llenas y yo recibo. Tu palabra recorre todo el espacio y llega a mis células que son mis astros, y va a las tuyas que son mi luz»).
Pero además el inmenso dolor que le provocaban sus múltiples discapacidades y problemas corporales; y también la sensación de ahogo que la vida, a veces, le proporcionaba (Frida pintó sus cabellos alrededor de su cuello: como si la estuvieran ahorcando).
¿Podría ser esta, quizás, una señal, un adelanto de aquello que en secreto la pintora pensaba: la posibilidad de suicidarse? Cinco meses antes de su muerte (en 1954) Frida escribió en su diario: “Me amputaron la pierna hace seis meses. Se me han hecho siglos de tortura y en momentos casi perdí la razón. Sigo sintiendo ganas de suicidarme. Diego es que me detiene por mi vanidad de creer que le puedo hacer falta. Él me lo ha dicho y yo le creo. Pero nunca en la vida he sufrido más. Esperaré un tiempo”.
En la sala-capilla de Malba conviven las varias Fridas: la niña feliz, con las secuelas de la poliomielitis; la artista discapacitada y adulta; la mujer pegada y dedicada a Rivera; y la Frida que buscaba una salida al mundo doliente, a todo sufrimiento. La piel mortal, insoportable. Fervor, pintura, límite, ideología y un inventario de posibilidades que le fueron vedadas.
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El Pepazo/Clarín Argentina