La actriz de los 50 a la que Hollywood le «robó» el alma murió a los 39 años entre escándalos amorosos, desvarío y sueños rotos.
ÁLEX ANDER
Barbara Payton consideraba que la industria de Hollywood era la culpable de sus desdichas. En su opinión, la meca del cine “se apropiaba” primero del cuerpo de sus estrellas, y después les “robaba” el alma. Cuando tenía ambas cosas, la celebridad de turno dejaba de interesarles.
De origen modesto, la actriz nació en noviembre de 1927 en un pequeño pueblo minero de Minnesota, aunque luego se trasladó con su familia a Odessa, Texas. Cuando se convirtió en una adolescente, observó que podía sacarle bastante partido a su portentoso físico. Ella misma contaría que, en una ocasión, dejó que un chico le metiera mano a cambio de una entrada para ver en persona a su ídolo del cine, James Cagney, en un teatro local.
A los quince años, Payton perdió la virginidad con el padre de una compañera de colegio. Con dieciséis, se casó con su amor de la infancia, aunque sus padres anularon aquel matrimonio a las pocas semanas. Un año más tarde, empeñada en volar libre, la actriz se fugó con un veinteañero piloto del ejército llamado John Payton. Tras la boda, le convenció para ir de luna de miel a Hollywood, donde nada más aterrizar logró que le hicieran una prueba para la RKO.
Estando en el plató de aquella audición, la actriz sufrió un desmayo. El médico de los estudios le confirmó que estaba embarazada, aunque ella acabó perdiendo a su bebé. Ya en 1947, tuvo un hijo, John Lee, y al poco abandonó a su marido y se marchó con el pequeño a Los Ángeles, decidida a triunfar en el cine. Aunque no tenía formación como actriz, consiguió rápidamente un contrato con los estudios Universal. Así fue como empezó a asumir una serie de papeles fugaces e intrascendentes antes de que el director Richard Fleischer la eligiera personalmente para coprotagonizar junto a Lloyd Bridges su thriller Atrapado (1949).
“Barbara no perdió el tiempo en Hollywood”, contó su biógrafo John O’Dowd. “Le gustaba ir de bar en bar, asistir a fiestas y frecuentar los clubes nocturnos. Pronto empezó a beber más de la cuenta”. La fama de juerguista de la actriz le granjeó mala reputación y contribuyó a que Universal optara por rescindir su contrato. Pero esta circunstancia no impidió que su carrera se disparase. De hecho, el hermano de James Cagney, William, firmó con Payton un contrato de cinco mil dólares a la semana, y la llevó a protagonizar con aquel mito del cine negro la cinta Corazón de hielo (1950).
Siempre se ha dicho que la actriz desprendía una energía que traspasaba por momentos la pantalla. «Aunque sus interpretaciones eran a veces inconsistentes en cuanto a calidad”, aseguró O’Dowd, “se tiene la sensación de que, con un cuidadoso cultivo de su talento y una mayor formación, habría progresado muy bien. Cuando entrevisté a la actriz Donna Martell, me dijo: ‘Mucha gente de la industria creía que Barbara tenía el aspecto y el talento para ser una estrella tan grande como Marilyn Monroe’ ”.
Atrapada por el desvarío
Por desgracia, Payton acabó atrapada por el glamour y desvarío hollywoodiense. Poco a poco, su carrera empezaría a quedar en segundo plano frente a una vida desordenada y llena de romances caprichosos en los que se vieron envueltos prestigiosos productores y estrellas masculinas del celuloide que a menudo estaban casadas.
En 1951, la belleza de la actriz captó la atención de Franchot Tone, un apuesto galán de cine que le doblaba la edad y la conquistó con su estatus de hombre millonario. Estando comprometida con él, Payton empezó a salir también con un musculoso actor de serie B (y boxeador aficionado) llamado Tom Neal. Lo cierto es que la prensa sensacionalista hizo su agosto con los excesos de la actriz y las múltiples idas y venidas de aquel triángulo amoroso.
En un momento dado, Payton abandonó a Neal, volvió con Tone y aseguró que su compromiso con el neoyorquino seguía adelante. Solo dos semanas después, regresó con Neal, anunciando que iban a casarse a mediados de septiembre de aquel año. El actor empezó a vivir en el apartamento que su chica tenía en Hollywood. Irónicamente, era Franchot Tone la persona que pagaba el alquiler.
La tensión ya era palpable, aunque el enfrentamiento llegó a su punto álgido cuando, la noche antes de su boda, Payton regresó a su casa tras una noche de juerga con Franchot Tone. Allí se encontraron a un Tom Neal tan furioso como confundido. «Franchot tenía que estar loco de borracho para lanzarle un puñetazo a Neal”, relataría luego ella. “Fue como lanzar una piedra a un elefante. El elefante rugió y lanzó a Franchot contra la pared con sus colmillos. Tom le dio unos diez puñetazos rápidos, y lo mandó al hospital”.
Franchot, que sufrió conmoción cerebral y fractura de nariz, se acabó casando con la actriz, pero aquella unión duró apenas cincuenta y tres días, porque Payton era incapaz de olvidar a Neal. «Cuando me casé con Franchot pensé que sería para siempre», recordaría luego en sus memorias. «Después, cuando me divorcié de Franchot para vivir con Tom, pensé que sería para siempre. Pero para siempre es sólo un fin de semana, más o menos».
Total decadencia
La actriz, de la que algunos afirman que era masoquista y adicta al sexo, pasó cuatro años inmersa en una relación abusiva con Neal. Durante ese tiempo, su carrera cinematográfica cayó en picado, y se vio protagonizando largometrajes de serie B como La novia del gorila (1951) o The Great Jesse James Raid (1953), un western de Reginald Le Borg que incluía una morbosa pelea entre su pareja y ella.
Hollywood acabó haciendo el vacío a ambos actores. Sin dinero y alcoholizada, Payton perdió la custodia de su hijo y empezó a verse sin rumbo. Se marchó a Inglaterra para tratar de dar un nuevo impulso a una carrera que Hollywood ya había dado por enterrada, pero tampoco allí tuvo suerte. Para colmo de males, en octubre de 1955 fue detenida por pagar con cheques sin fondo.
Al poco, Payton volvió a casarse, esta vez con un joven vendedor de muebles al que, según su versión, conoció mientras estaba de vacaciones en México. El fracaso de aquella nueva relación amorosa puso de manifiesto la dependencia emocional de una mujer con tantos problemas de salud mental como carencias afectivas.
La de Minnesota regresó a Hollywood, donde, desesperada por ganar dinero, acabó recurriendo al oficio más antiguo del mundo. A principios de los sesenta, vivía sumergida en un universo de degradación: tenía sobrepeso, lucía un rostro demacrado, estaba enganchada a la heroína, pasaba el tiempo vendiendo su ropa y muebles para poder costear sus adicciones, y cobraba sus servicios a cinco dólares para poder sobrevivir.
En ocasiones, la actriz tenía que dormir en los bancos de los autobuses. Otras veces, recibía golpes y humillaciones por parte de sus puteros (hasta el punto de que llegó a perder varios dientes). Uno de sus biógrafos comentó que la bebida enturbiaba tanto la mente de Payton, que más de una vez llegó a acostarse con los clientes y a olvidarse después de pedirles el dinero.
Estaba en las cartas
En 1963, Payton accedió a usar un escritor fantasma para escribir su autobiografía. El susodicho, conocido como Leo Guild, la engatusó con botellas de vino baratas y grabó sus recuerdos en la habitación de un motel de Hollywood donde entonces residía ella. Como resultado, vio la luz I’m Not Ashamed (No estoy avergonzada), un libro de memorias donde Payton relataba su declive, sin escatimar en detalles a la hora de explicar cómo utilizó a los hombres para salir adelante, y cómo ellos la utilizaron a ella.
“Algunas veces, cuando había bebido demasiado, veía su reflejo en los escaparates de Sunset Boulevard, y se veía a sí misma años atrás, cuando era una estrella de cine”, explicó O’Dowd sobre una mujer que en 1967 hizo un último esfuerzo por salvar su vida. Totalmente arruinada, Payton tomó la decisión de dejar la bebida. Sin embargo, en febrero de aquel año fue encontrada desmayada cerca de un contenedor de basura en el aparcamiento de una farmacia. Como le fallaba el hígado, fue enviada a casa de sus padres en San Diego.
El día 8 de mayo del mismo año, la actriz apareció muerta en el suelo del baño, como consecuencia de una insuficiencia cardíaca y hepática. Tenía 39 años y un puñado de sueños rotos. “¿Cómo, o por qué, había caído?», se preguntó a sí misma varios años antes de fallecer. «¿Qué había pasado? Sin embargo, de alguna manera, no me avergonzaba. Estaba en las cartas. Las jugué lo mejor que pude».
El Pepazo/20 Minutos