León Magno Montiel
@leonmagnom
La primera vez que vi una fotografía de Héctor Lavoe me pareció ver la estampa de un escritor o quizá de un actor, más que la de un sonero.
Su estilo me recordó al cineasta Woody Allen, al joven judío en la inmensidad de la isla Manhattan en los años 70. En esa fotografía Lavoe lucía sus grandes anteojos de pasta, un cigarrillo entre los dedos, y un flux a cuadros, de estilo muy costeño, diríamos: muy garcíamarquiano.
De esa imagen salían efluvios de un extraño poder, especie aura de santo profanado.
Desde entonces comencé a interesarme por su figura, por su carrera musical, seguí sus pasos.
En los años setenta buscaba con ansiedad sus producciones para escudriñarlas en rondas musicales con mis vecinos, con mi hermano, en las rumbas de nuestro Barrio San José.
Escuchaba sus primeros éxitos junto a Willie Cólon, elepés pioneros del boom de la salsa:
“La Gran Fuga”, “El Malo”, “Cosa Nostra”, “Asalto Navideño”, títulos influenciados por los thrillers hollywoodenses de la época. Sus álbumes de vinilo salieron al mercado entre los años 1967 y 1973, fueron 18 en total, con fotografías en las carátulas de estilo gansteril, con sobretodo y sombrero, que causaron un gran impacto en el imaginario de las urbes caribeñas.
Sus éxitos se convirtieron en clásicos: “Calle luna, calle sol”, “Barunto”, “Juana Peña”, “La Murga”, “El día de mi suerte”, y aún siguen presentes en muchos programas de radio especializados, en las velloneras y rockolas, en los nuevos dispositivos digitales en boga, y en las fiestas tradicionales de las barriadas latinas.
Su ciudad natal fue Ponce, el 30 de septiembre de 1946 vio la luz en “La perla del sur” cuna de Cheo Feliciano (1935), de la Sonora Ponceña (1954) y del insigne pianista Papo Lucca (1946).
Su madre fue Francisca Martínez, una cantante de las fiestas patronales puertorriqueñas, quien murió a causa de una enfermedad respiratoria cuando Héctor tenía cuatro años de edad. Su padre fue el maestro Luis Pérez, director de orquesta típica, quien lo llevó a estudiar música en la Academia Juan Morel Campos.
Según sus profesores, el niño Héctor Juan tenía un oído casi absoluto, con una afinación natural, aprendía con rapidez y destreza las lecciones de piano.
Cultivó un gran respeto por cantantes como Carlos Gardel, Alfredo Sadel, Chuíto de Bayamón y Daniel Santos; solía imitarlos con gracia. A su admirado bolerista Felipe Pirela le dedicó un álbum homenaje, en 1979, esa producción ganó muchos reconocimientos.
Héctor grabó ese álbum de boleros titulado “Sombras nada más” con una actitud mística, fumando en silencio, como un trovador herido entre la penumbra del recuerdo. Siempre iba trajeado de blanco al estudio.
El mundo de sonidos donde comenzaba a habitar Héctor, tuvo su primera floración cuando conformó una agrupación de aficionados, solo tenía 14 años de edad y ya participaba en programas de radio y televisión. Todos comentaban el don musical que poseía el hijo del maestro Luis Pérez.
El 3 de mayo de 1963, con 16 años de edad, Lavoe se marchó a Nueva York, la capital mundial de la música. Allí vivió junto a su hermana mayor Priscila, quien lo albergó. Al principio trabajó unos días como pintor de vallas, trepado en las peligrosas alturas. Hasta que comenzó en la orquesta New Yorker Band en 1964, gracias a la invitación de Russell Cohen.
Su primera interpretación ante un vasto público fue el bolero “Plazos Traicioneros”:
“Cada vez que te digo lo que siento
tu siempre me respondes de este modo
deja ver, deja ver
si mañana puede ser lo que tú quieres”.
Ya habituado al ambiente del Bronx, el polémico condado norteño, y al ritmo frenético de la ciudad multiétnica y tentadora: Nueva York, el jibarito conoció a un joven trombonista y arreglista llamado William Anthony Colón: un neoyorquino de ascendencia puertorriqueña que no hablaba español. Se hacía llamar Willie Colón, un latino desarraigado, fanático de la música caribeña.
Comenzaron juntos una carrera de éxitos en 1967, una dupla carismática, mágica que se mantuvo hasta 1973. Colón, años después confesó: “Héctor fue quien me enseñó a hablar español, con él conocí el éxito en la música”. Juntos lograron impactar en los públicos de América con una imagen irreverente, desafiante, eran “Los chicos malos de la salsa”, una especie de “raperos retadores” de hoy.
Eran jóvenes “nuyoricans”, iconoclastas, de 17 años de edad, que en vez de gritar: “sexo, drogas y rock and roll” como los afroamericanos y blancos “rednecks” en el Festival de Woodstock de 1969, gritaban: “sexo, salsa y ron”.
Aunque en el caso de Lavoe, su grito a la postre tuvo un largo y oscuro eco, transitó los laberintos de la heroína; la adicción terrible acabó unas décadas después con su carrera, con su familia y con su vida.
En 1975, Héctor Lavoe comenzó su exitosa carrera en solitario, amplió su orquesta, anexó trompetas a la sección de vientos y lanzó el legendario álbum “La voz”, la versión latina del apelativo de Frank Sinatra. Comenzó una escalada de éxitos en toda América que tuvo su cima más alta con el álbum “La Comedia” de 1978, en cuya carátula aparece disfrazado del Charlot, el mítico personaje creado por Charles Chaplin.
Allí grabó un tema que lo describe, es su biografía musical: “El Cantante“, escrito para él por Rubén Blades a su imagen y semejanza:
“Yo soy el cantante
muy popular dondequiera
pero cuando el show se acaba
soy un humano cualquiera:
Y nadie pregunta
si sufro, si lloro
si llevo una pena que hiere muy hondo
yo soy el cantante y mi negocio es cantar
y a los que me siguen
mi canción voy a brindar”.
El destacado cronista César Miguel Rondón, en un especial para el Canal E sobre la vida de Héctor, expresó: “En el canto de Lavoe conseguimos la venganza por la vida sufrida en el barrio, una voz que reta, una asechanza.
Cantaba con mucha rabia”. Su compañero, cantante y paisano ponceño Cheo Feliciano, declaró a la prensa: “Héctor era un duende, a él todo se le perdonaba”. Y ciertamente en muchas ocasiones el público lo esperaba por horas, y al llegar Héctor a cantar lo insultaba, le gritaba improperios, pero después de la tercera canción lo adoraba, lo coreaba y consentía, aplaudía a rabiar cada tema suyo.
El propio poeta de la salsa Rubén Blades, al definir a su colega admitió: “Él tenía un poder, el poder del barrio, y tenía mucho humor”. Sin duda, el humor es una cualidad de los hombres inteligentes, de los seres asertivos y con mentes rápidas.
Su vida fue un pendular entre la tragedia y la victoria, tanto en la música como en el amor, sus matrimonios fueron minados por la discordia y sus excesos en la bohemia: el primero con Carmen Castro en 1968, el segundo con Nilda “Puchi” Román en 1969, quien fue la mujer de su vida, su pasión, su frenesí hasta su trágico final.
Héctor vivió el honor de ser el cantante de salsa más admirado por sus compañeros de Estrellas de Fania, el solista que cerraba cada show. Él era el más esperado por el público, representaba el clímax en cada concierto.
En paralelo al éxito en los escenarios, tuvo que enterrar a su pequeño hijo Héctor Junior, víctima de un accidente con armas de fuego en 1987.
Ese año aciago, también soportó el asesinato de su querida suegra a causa de múltiples puñaladas, ocurrido en Puerto Rico.
Esos sucesos convirtieron a Héctor en un ser mustio, solitario, silente, parecía que habitaba en un mundo paralelo. El cantante Tito Nieves, su vecino de Queens, comentó luego de acompañarlo en esas exequias: “Desde entonces su espíritu, su deseo de luchar y triunfar, se truncaron. Él siguió en la vida como vegetando, atado a algo terrible y oscuro”.
Es muy irónico afirmar que un ser como él, que transmitió tanta alegría al cantar, que portaba una luz cenital en los escenarios, que estaba siempre sonreído; vivió en un sótano de profunda tristeza, de depresión y con la rabia más erosiva, que le incendiaban el alma y lo incitaban a buscar el sosiego en las drogas.
El deterioro progresivo de su personalidad lo llevó a ser internado en hospitales psiquiátricos, intentó quitarse la vida lanzándose del noveno piso del Hotel Regency en Puerto Rico después de un fallido concierto en Bayamón en 1988. Al igual que Jimmy Hendrix, Kurt Cobain, Whitney Houston, Diomedes Díaz y tantos otros artistas que fueron drogadictos compulsivos; Héctor comenzó a incumplir sus agendas, a faltar a sus rutinas de trabajo.
Mientras tanto se acrecentaba el terror a los micrófonos, se tornaba un hombre agresivo y ofensivo. Progresivamente perdió el control de sus emociones, y hasta de algunas habilidades y destrezas.
Lo movía una pulsión de muerte, aunque nunca lo admitiera.
Esa fue la imagen deleznable que nos presentó la película “El Cantante, cinta de 2006 basada en la vida del sonero Lavoe, protagonizada por Jennifer López y Marc Anthony, y dirigida por el cubano León Ichaso. Con un libreto que de forma exagerada y degradante redujo a Héctor Lavoe a un desecho de las drogas, sin hacerle justicia a su inconmensurable talento, a su portento de artista único: al que los músicos y cantantes de la salsa concedieron el título unánime de “El mejor del género”. Mostraron su lado oscuro de forma morbosa, y en cambio su lado luminoso, lo asomaron a medias.
Su deceso se produjo el 29 de junio de 1993 en el Hospital Saint Claire de Nueva York, su cuerpo minado por el sida, virus que contrajo producto del intercambio de jeringas entre drogadictos. Fue enterrado en el viejo cementerio Saint Raymond de Queens, pero un año después sus restos fueron sepultados junto a su hijo en Ponce, la ciudad señorial donde nació, tal como fue su última voluntad.
Héctor Juan Pérez Martínez “el jibarito”, el ponceño enamorado del folclor de su isla, amante del cuatro boricua, de las canciones tradiciones que ejecutó con maestría Yomo Toro en sus discos navideños, el apasionado de la plena y la bomba.
Finalmente sucumbió, su cuerpo estuvo signado por lo trágico, por múltiples avatares. Pero su alma triunfó, y seguirá por mucho tiempo brillando entre nosotros, con el extraño poder que poseía.
La simpatía por “El jibarito” se tornó en devoción en los habitantes del Callao, el principal puerto de Perú, en cuyas humildes hogares se venera a Lavoe como si fuera un santo. Es común conseguir en las casas una hornacina donde reposa la fotografía del cantante ponceño y una vela enfrente alumbrando su recuerdo, rindiendo homenaje al eterno milagro de su música.
El poeta rumano Paul Celan lo expresó esos versos:
Héctor nació para el dolor, bajo las piedras del llanto, y fue arrastrado por el mercado musical para convertirlo en una máquina de producir dinero, explotado entre las rejas de un sello discográfico de Nueva York. Aun así, nunca prestó juramento a la cultura norteamericana, no fue un ciudadano anexionista, fue un boricua raigal: defendió y promovió el canto del coquí, la cultura puertorriqueña en todas sus expresiones, resaltó la identidad nacional borinqueña.
En ocasiones se cubrió con la bandera puertorriqueña para finalizar sus actuaciones, la mostraba con orgullo acentuado.
Tal como lo cantó en “Sóngoro cosongo”, el poema escrito en 1931 por el cubano Nicolás Guillén: “con los santos no se juega”. Con ese precepto de respeto, Héctor es considerado por el pueblo una deidad del canto, con una presencia continua y permanente: él soneó a los periódicos del ayer, a los timadores del barrio, a las hetairas con nombres de muchachas de pueblo, a los santos benévolos, a los raigones purificadores del Rompe Saragüey, a las cicatrices invisibles que llevaba en su alma estoicamente.
Por ello, hago una ofrenda a su extraño poder espiritual y celebro su legado musical. Y aún lamento su infausto final.