Celebremos Halloween con una historia de amor en tiempos de la Inquisición.
Egdo Lameda.
Corresponsal Chile
¡Hereje! ¡hereje! ¡hereje!, gritaba la muchedumbre mientras levantaba en sus manos unas antorchas para encender la hoguera. Allí, aquella mujer debía cumplir su condena. Se le acusaba de cometer actos de brujería. La multitud, asediada por ese morbo que se oculta en los deseos perversos de algunas personas, estaba concentrada alrededor del campo de ejecución, a la espera de que las llamas consumieran en carne viva a quien la Santa Inquisición acababa de sentenciar.
En el madero, atada de pies y manos estaba Francisca, una joven que llegó a despertar la envidia de muchas mujeres por sus atributos de belleza. -¡Tengan piedad de mí. Soy inocente! exclamó la chica, mientras se contorsionaba tratando de zafarse de las ataduras.
Resignada, ante una muerte inminente. Francisca fijó su mirada a un cielo cubierto de grises nubarrones, oró por su salvación eterna. Después comenzó a pensar en lo terrible que sería su fin. Le aterraba la idea de consumirse viva en las llamas. Sólo de imaginar el horrible destino que le esperaba la hizo perder por un instante el conocimiento.
Todo se oscureció de súbito. El tiempo parece haber sucumbido ante este acontecimiento como para permitir conocer la vida de Francisca y los hechos que la mantenían atada a un madero a un paso de la muerte.
Esta joven habitaba con sus padres en una cabaña, situada a un kilómetro del centro poblado, en la España medieval, casi en los límites con Francia. Se había ganado la envidia de otras mujeres, porque su belleza se robaba las miradas de casi todos los hombres que tenían la fortuna de cruzarse en su camino.
Entre todos aquellos mozos del poblado, se encontraba Adolpho Lenois, joven con muchas admiradoras y pretendientes, una de ellas, Isabella Le Barón, una mujer, caprichosa y perversa, con un corazón lleno de odio, acostumbrada a tener todo lo que se le antojaba.
Francisca recobró el conocimiento y, por un instante, llegó a creer que ya estaba muerta. Temblaba mientras era presa de la angustia, pues su agonía había retomado su curso.
Sus tobillos y muñecas estaban maltratados. Las cuerdas le habían provocado surcos en la piel, apreciándose una ligera hinchazón en sus pies y manos. Era octubre, el frío del otoño, obligaba a la gente a guarecerse bien temprano. Una noche, los padres de Francisca la hicieron sentar a la mesa, para explicarle que su vida corría peligro, pues la Santa Inquisición no perdonaba la herejía y, precisamente, esto era lo que en el pueblo se decía de ella.
Cierto día -narró el padre de Francisca en tono de angustia- un hombre que tuvo la osadía de predicar mensajes adversos a la Iglesia, fue aprehendido y llevado a una celda de tortura. Se le colocó sobre un mesón de cedro pulido. Sus manos fueron atadas a la mesa y sus extremidades inferiores las amarraron con otras cuerdas, que enrollaron en una rueda, hasta dislocarlas.
Tras escuchar los tenebrosos relatos de su padre, la joven se notó temerosa, pues ya bien sabía lo que le esperaba si llegaban a agarrarla. Tomó un caballo, lo ensilló y luego de montar con gran agilidad, se marchó Adolpho, entretanto, el mozo que alguna vez sonrió al cruzar miradas con Francisca, la buscó hasta encontrarla. Al verlo llegar, Francisca sintió un terrible escalofrío en ese momento. Era como si su sangre hubiera dejado de circular por su cuerpo.
-No temas. Soy yo, Adolpho. Vine a ayudarte. Confieso, que eres una chica adorable con la que cualquier hombre quisiera desposarse. Y, aunque sé que este no es el momento, quiero que sepas que en mi corazón han nacido unos sentimientos muy profundos por ti. Quisiera casarme contigo.
Sonrió como asintiendo que ella también correspondía a esos sentimientos. Sin embargo, calló. No pronunció palabra alguna, pero poco más tarde, le pediría que la ayudara a salir de ese sitio para poder esconderse en una cueva cercana. Los cazadores de brujas se hicieron acompañar de unos perros para poder seguir el rastro de la jovencita. Eran más de veinte hombres, que estaban guiados por Sir
Winston, un inglés comprometido con la Santa Inquisición.
“Si salgo con vida de esto, te prometo que estaré en tus brazos para que podamos unir nuestras vidas en matrimonio, pero si no logro vencer la intriga, juro que te amaré más allá de la muerte”.
Sonriente, Francisca dio dos pasos y se aproximó al mozo. Lo miró fijamente a los ojos y después de abrazarlo acercó sus labios a los de Adolpho y lo besó de manera apasionada. Luego, se tomaron de las manos y se despidieron.
Poco antes de llegar al pueblo, el joven comenzó a pensar sobre todo este enredo que no tenía ni pies ni cabeza. Repentinamente, recordó que una de sus admiradoras, Isabella Le Barón, le prometió venganza cuando éste rechazó uno de sus besos.
Faltando pocos metros, Adolpho tiro de las riendas. El animal fue deteniendo su marcha. “So. Caballo”, le habló casi al oído, al tiempo que la bestia sacudía su hocico destilando unas ligeras gotas de fluido pegajoso. El aire caliente que salía de sus pulmones llegó con fuerza hasta provocar que sus labios se movieran como castañuelas. Un suave relincho que alternó dos veces con el ruido de su trompa,
anunció que se había detenido. Sus patas delanteras se arqueaban una tras la otra y sus cascos se enterraban en la arena como advirtiendo unas ganas incontrolables de continuar corriendo.
Adolpho mantuvo su mano derecha sujetando las riendas mientras se afirmaba del extremo superior de la silla para descender. -Isabella, Isabella, gritó en tono enojado. ¿Dónde estás? inquirió hasta tenerla de
frente.
-¿Qué sucede? -respondió la mujer con otra pregunta.
-¡Fuiste tú! ¿Verdad? ¡Responde!
-De qué me estás hablando. No sé qué estás diciendo”, argumentó Isabella con cara y voz de ingenuidad.
-Fuiste tú la que inventaste todo. ¡Confiesa! exhortó, mientras la sujetaba por sus hombros y le daba dos fuertes sacudidas.
-Suéltame, me haces daño, gritó la joven e inmediatamente soltó una aterradora carcajada, como salida de lo más profundo del infierno.
-Sí, sí. Fui yo. Lo hice por amor y no me arrepiento, pero ya veo que tu corazón tiene dueña y nunca serás mío.
Mientras Adolpho e Isabella se enfrascaban en una acalorada discusión, en la cueva del bosque, Francisca era presa del pánico. Escuchó el galope de unos caballos, que se desplazaba con dirección al lugar donde ella se encontraba. Cada vez lo sentía más cerca. Eran los hombres de Sir Winston, que acudían en su búsqueda. Nerviosa porque sabía que la atraparían, Francisca recordó la tierna escena en la que Adolpho le pidió matrimonio. Después trató de ocultarse, pero desistió de la idea porque sabía que por
más que quisiera la encontrarían.
De repente, una polvareda comenzó a entrar a la cueva. El ladrido de los perros y el relinchar de los caballos advertían que ya estaban en la entrada. Varios de los hombres que guiaba Sir Winston, entraron con rapidez. Uno de ellos, se detuvo al ver a la chica. Sólo con verla supo que se trataba de una infamia, pero no era él quien debía juzgar sino el Santo Oficio.
El hombre, de contextura fuerte, avanzó tres o cuatro pasos más adelante hasta estar de frente a Francisca. El rostro de la doncella palideció como hoja de papel trastocado por el tiempo. Sus delgadas piernas temblaban casi hasta doblarse.
-Acompáñame. Tendrás que comparecer ante los jueces de la Santa Inquisición, instó aquel hombre a la chica mientras la sujetaba con fuerza por su brazo izquierdo. Luego se la llevó.
En el pueblo, un tumulto de gente esperaba por la fugitiva. Cuando vieron acercarse a los que salieron a buscar a Francisca sabían que ya la habían aprehendido. ¡Hereje!, gritó un hombre al ver a la chica sobre el caballo. Minutos después las demás personas hicieron lo mismo.
Voces ensordecedoras hicieron eco en los oídos de Francisca. Si hubiera llevado sus manos sueltas seguramente las habría colocado sobre ellos y así evitar el bullicio del juicio popular que le aguardaba.
Pasaron algunos días. Mediante torturas, propias de la inquisición medieval, a Francisca le arrancaron una confesión nada acorde con la realidad. Luego, fue sentenciada y enviada a la hoguera.
Estando allí, a punto de que el verdugo encendiera el fuego con su antorcha, Adolpho se presentó con Isabela e hizo que la malvada mujer confesara toda aquella infamia. "He sido yo. Nada tiene que ver Francisca con todo esto. Yo inventé todo. Déjenla libre, es inocente".
Los inquisidores se miraron entre ellos. Luego ordenaron su libertad. La alegría llegó hasta ese cielo gris. Una lluvia torrencial, como para terminar de apagar la intriga, se desprendió en ese momento.
El verdugo la desató con rapidez y ésta corrió hasta los brazos de Adolpho. En ese momento, el tiempo como juez silencioso, administró la verdadera justicia.
El Pepazo