“Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nóbel. Es la invasión de los idiotas”. Umberto Eco, filósofo y escritor italiano. Especialista en semiótica.
Luis Carlucho Martín
“Un influencer es una persona que, de algún modo, ha logrado destacar en los canales digitales, especialmente en las redes sociales… Una celebridad de internet, un influyente o influenciador… es una persona o animal que se ha hecho famosa a través de internet…”
Son algunos extractos de definiciones aisladas que aparecen al consultar, justamente, en internet. Se hurga sobre ellos porque lucen, según se vea, más dañinos que importantes. Acá van varias explicaciones que refuerzan tan retrógrado planteamiento, jajaja.
Una idiota se alegra porque otra idiota se hace famosa cuando se le derrama encima un menjurje verde al dejar mal tapada su potente licuadora. Pero hacen ver todo “nice”: “Amiga, eres tendencia. Te está viendo más de un millón de personas…” Y, sin importar la pifia expuesta al público, la tonta alabada, con inusitada inocencia, salta eufórica irradiando enfermiza algarabía ante las cámaras.
Otra idiota, en otro sketch, hace par de preguntas a su odontólogo de confianza –su supuesta madre–: “¿Cepillarse con esta marca de crema dental garantiza la salud de mis encías? ¿Eso hará que tenga más seguidores en las redes sociales?”. Más idiota resulta su intento subyacente de posicionar el mensaje central: Es mejor tener seguidores que salud bucal.
…Sinceras excusas. En lo sucesivo, para evitar epítetos de machistas o antifeministas, trataremos de explicarlo utilizando lenguaje inclusivo –usado más por moda que por buen modo–. Sobran los ejemplos de “idiotos” que se ahogan en vacías sandeces solo para lograr más likes y seguidores, lo que los hace mejores influencers. Poco importan las barbaridades planteadas. A mayor frivolidad, mejor. Lo determinante es tener una catajarra de idiotas e idiotos que te sigan. Sin análisis ni capacidad de discernir. Y son esos los que, cada día más, tienen peso específico en la formación del, ya deformado, patrón de opinión pública, del hombre y la mujer nuevos, tan necesarios para los desafíos que se avecinan.
Los verdaderos influencer estaban en la casa
Idiotas e idiotos, y sus seguidores, podrán refutar con lógica de mercado, al comparar sus abultadas cuentas bancarias con las de quien esto escribe. No obstante, seguimos resilientes ante tanto daño, al lenguaje, a la opinión pública y a la consciencia colectiva.
En nuestra época de formación –que fue hace muy poco–, entre los 70, 80 y también los 90, los verdaderos influencers de primera línea estaban en la casa y eran reforzados en la escuela. Ahora, con un grueso grupo de padres “de algodón” y jóvenes “de cristal”, las tendencias son muy permisivas y minan de peligrosas tentaciones el camino deseado para las nuevas generaciones.
Nuestros padres –con o sin formación académica– tenían sus métodos. Había comunicación directa. Nada de internet ni de relaciones impersonales. Sabían detectar nuestros intereses y necesidades. Y, a pesar del poderoso empujón de la sociedad de consumo –inevitable en estas sociedades–, la cosa tomaba otro rumbo, aparentemente más sano.
Ante cada oferta superflua, distinta a los intereses de la familia y del crecimiento integral de los más jóvenes de cada hogar, un ensordecedor silencio guiaba las penetrantes miradas que con cada movimiento de pupilas emitía órdenes estrictas. Eran códigos. Sin palabra alguna y sin entropías se daba el feedback. Retroalimentación pura. Incumplir o transgredir los acuerdos tácitos daba alas libres a los amenazantes suecos de Dr Schooll o a grandes hebillas atadas a amaestradas correas, que en caso de atinar dejarían huellas disciplinarias. En su mayor parte no se consumaron actos violentos. Eran solo advertencias que solidificaron las bases de crecimiento de aquellas juventudes, de esa gente que resultó pensante, con ideas y raciocinio. Idiotas e idiotos tenían escaso caldo de cultivo, eran minoría o no existían, salvo en programas humorísticos, en los que actuaban bajo un guion crítico.
Un ejemplo mundial en la actualidad es el fulano zorro que se cree gallina. Con pelos y sin plumas, cuadrúpedo y no bípedo, decide ser la mamá de los pollitos. El marco legal lo protege. Se autovictimiza amparado en la ley contra el odio. Exige ser tratado (a) cual ave multicolor, aunque aúlla y muerde porque no sabe cacarear. A pesar del amenazante hocico, que en su retorcida imaginación muta en pico gallináceo, la sociedad debe permitirle su ingreso al gallinero. Y cuando el daño está consumado, huye en raudo galope, una vez saciados sus tergiversados apetitos. Eso lo justifican, en su mayoría, los influencers de hoy. Luce como exterminio de poblaciones que asesina las relaciones naturales entre parejas de la misma especie, menosprecia los valores de la familia y sepulta al amor.
Es innegable que existe una contracorriente de personajes con formación académica, de diversas tendencias políticas, posiciones y gustos sexuales diversos ante la vida, que, por fortuna, difunden contenido de interés. Dependerá de las orientaciones del triángulo hogar-escuela-individuo. No obstante, preocupantemente cada vez son más los contenidos irresponsables, que, por un fenómeno social, son los que penetran con mayor facilidad a los consumidores de las redes. No hay controles. Es un asunto que escapa de las manos de cualquier gobierno, de cualquier sistema. Y a pesar de estar claros en la necesidad del consumo y su promoción, debe haber límites imaginarios que solo se pueden trazar con la indeleble tinta de la conciencia y la ética personal y ciudadana con sentido común, que inste a respetar la identidad –aun en condición de migrante–, la idiosincrasia, el respeto a cada género y no rotundo a la misoginia, entre otras aberraciones que hoy son insumos infaltables en las maltrechas prosas de los influencers …solo así dejaremos de ser idiotas e idiotos.
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