La estrella de Hollywood y el ídolo máximo del beisbol se casaron el 14 de enero de 1954. Debió ser un cuento de hadas, pero fue un tormento. Eran “dos dioses entre las sábanas”, pero a ella la consumía la depresión y su adicción a los fármacos y a él los celos enloquecidos. Se separaron nueve meses más tarde. 274 días de “sexo épico”, violencia y depresión. Él nunca la olvidó
Debió ser un cuento de hadas. Pero no pudo ser porque en la vida de ambos, más en la de ella, jamás hubo un hada. Ambos se abrieron paso a codazos y a tropezones hasta ser dos figuras mundiales: ella, de la belleza, él del deporte. El cuento decía que debían casarse, ser felices y comer perdices. Y se casaron, después de dos años de una especie de romance, hoy se diría amigos con derecho al goce, el 14 de enero de 1954. Fue un hecho mundial. Se divorciaron nueve meses después.
Tomaron, como adultos, dos decisiones de chicos encaprichados. Se arrepintieron para siempre. Y alrededor de ellos volaron las aves de rapiña, esa gente que, al decir de Discépolo, “buscó para hacer títeres en su guiñol / la imagen de tu amor y mi esperanza”. Marilyn Monroe y Joe Di Maggio, los novios de hace sesenta y nueve años, sabían nada del enraizado pesimismo discepoliano, pero como el poeta argentino, querían sin presentir. Soñaban los dos con el cuento de hadas.
Casi nunca vivió con su madre que, un guiño del destino, trabajaba como cortadora de celuloide en Hollywood, hasta su caída final en la demencia. Se hizo cargo de Norma Jean una amiga de su madre, Grace, la “Tía Grace”, que también se convirtió en su tutora legal. Pobre de toda pobreza, la tía Grace encontró el consejo de oro para Norma Jean: le aconsejó que se casara con el hijo de los vecinos, Jim Dougherty, un chico de 19 años. Ese fue el primero de los tres esposos de Marilyn. Se casaron el 19 de junio de 1942, dieciocho días después de que ella cumpliera los dieciséis. Parecía, tal vez lo era, uno de esos matrimonios inevitables, sin tiempo para perder, antes que el recién casado marchase a la guerra. Jim, enrolado en la marina, fue a la guerra. “Nuestro matrimonio fue una especie de amistad con privilegios sexuales. Más tarde descubrí que los matrimonios suelen ser eso. Y que los maridos tienden a ser buenos amantes solo cuando engañan a sus esposas”. Eso sí es discepoliano.
Con el esposo en la guerra, Norma entró a trabajar en una fábrica de paracaídas. Su belleza física, su cara que aún en la carcajada conservaba la tristeza de la humillación, hizo que el departamento de guerra le tomara algunas fotos para usar como propaganda de guerra. Fue el germen de su carrera. De allí saltaría a la cima de esa industria floreciente que era el cine. No fue algo irremediable y aceptado como un regalo del destino. Fue lo que Norma Jean quería. Su cuento de hadas la llevaba a querer ser Jean Harlow, la súper estrella de esos años. Y, si era posible, conocer al actor Clark Gable. No por nada, por una tontería, su madre, cuando no había sido invadida por la demencia, le había confiado que el hombre que había engendrado a Norma Jean se parecía a Gable.
Todo lo contó Marilyn en 1952 al guionista Ben Hecht, que veinte años después convirtió el testimonio en un libro, “My Story”. Para entonces, Marilyn era una estrella mundial y podía hablar con rencores, que los tenía. Cerró la historia de su primer matrimonio con dureza: “No me procuró ni felicidad, ni sufrimiento. Con mi marido apenas hablabamos. No es que estuviéramos enojados: no teníamos nada que decirnos. Pero me ayudó a acabar para siempre con mi condición de huérfana. Le agradezco a Jim por eso”.
Él había nacido como Giuseppe Paolo Di Maggio en 1914 en Martínez, California; fue el octavo de los nueve hijos de una pareja de sicilianos pescadores. Con los años, su nombre mudó de Di Maggio a DiMaggio. La revista Time de sus años de gloria habla de Di Maggio. La modernidad dice otra cosa. Lo bautizaron Paolo porque era el santo preferido de su padre, Giuseppe, y de su madre, Rosalía. Para él tenían preparado un destino de pescador igual que para sus otros cuatro hermanos varones. Para eso, la familia completa se mudó a San Francisco, cuando Joe tenía un año. Los dos hijos mayores cumplieron el mandato paterno; los otros tres huyeron de un destino que sospechaban escaso de oportunidades, constreñido a los caprichos del mar y con la visión permanente de la cárcel de Alcatraz como paisaje ominoso y acaso desechable.
A Joe y a sus hermanos Vince y Dom los salvó el béisbol, ese deporte difícil de asir al sur del Río Grande. Cuando el beisbol quedaba lejos, durante la infancia de Joe, el chico detestaba limpiar el bote del padre porque no podía soportar el olor de los peces muertos. Esa delicadeza olfativa le mereció el dudoso calificativo de loco y de inútil que le adjudicó el indignado Giuseppe, que no era un pedagogo infantil sino un tipo que se ganaba la vida a empujones en aquella sociedad competitiva y sacudida por la crisis económica.
Cuando el crash de 1929, Joe tenía quince años: no terminó el colegio secundario, un estigma social, y se empleó de lo que fuere: vendió diarios, fue un “paper boy” en bicicleta, fue mozo de almacén, cargó bolsas en el puerto, fue obrero en una fábrica de jugo de naranjas y despuntaba el vicio del deporte en los ratos libres, que no eran muchos. Su hermano mayor, Vince, que ya jugaba para los San Francisco Seals de la liga Costa del Pacífico, convenció a su entrenador para que le diera una oportunidad a su hermanito. Si en esta historia hubo alguna vez un hada, tocó con su varita a Joe, que era muy bueno como deportista joven. Debutó en el beisbol profesional el 1 de octubre de 1932, cuando le faltaba un mes y medio para cumplir los dieciocho.
No se fue más del diamante, que es como llaman al campo de juego del beisbol. Joe se convirtió en una estrella, para no convertir esta historia en un rosario de términos precisos de un deporte árido de comprender y acaso sin la fricción permanente de otros deportes físicos de contacto. Hizo que su equipo ganara el título de la Costa del Pacífico en 1935, lo nombraron el jugador más valioso y los Yankees de New York le ofrecieron un contrato por cincuenta mil dólares de 1936, que era una suma fabulosa. Lo aceptó todo con cierta modestia contenida: “El beisbol nunca estuvo de verdad en mi sangre”, diría. Solo que la alternativa entre el deporte y el olor de los peces muertos no era difícil de decidir. Además, Di Maggio era un bateador invencible. Fue la estrella de los Yankees, llenaba el estadio en el que cabían más de cincuenta mil espectadores y se consagró como el jugador más famoso de los Estados Unidos.
Hollywood lo atrajo siempre. En enero de 1937, Joe fue extra en la película Manhattan Merry Go-Round, un papelito de nada pero que iba a ser un gancho publicitario bárbaro. Allí conoció a la actriz Dorothy Arnold con quien se casó dos años después, en noviembre de 1939, cuando en Europa ya reinaba la Segunda Guerra Mundial. En 1941 nació su hijo, Joe Jr. Y la pareja se divorció en 1944.
Cuando Estados Unidos entró en la guerra, Joe se alistó en el ejército donde llegó a sargento. Estuvo acantonado en Santa Ana, California, Hawái y Atlantic City, zonas que no podían ser definidas como de conflicto o como escenario de duras batallas. Con él, sirvieron en el otros deportistas que, en realidad, se bronceaban y bebían daiquiris en las playas de Hawái. Avergonzado, Joe pidió ir al frente en 1943: solicitud rechazada. Lo único que faltaba en aquel drama, era que los japoneses liquidaran a una estrella del beisbol.
Así que en los años ‘50, dos estrellas reinaban en el siempre vacilante cielo de cristal de la idolatría popular: Marilyn había filmado todo lo que hiciera falta para convertirse en un sex symbol, un término que no existía en la época. Y Joe era una estrella del deporte, un tipo altísimo, elegante, rudo, con cierto aire inocente en un rostro que sonreía a menudo, dientes grandes en los que reinaba la diastema que calzaba justa para el aire de chico bueno y empeñoso.
Él quiso conocerla. Ella no: temía que fuese el típico deportista arrogante, presuntuoso, altivo, soberbio. No iba del todo mal encaminada. Un amigo de Di Maggio armó la cita. Se conocieron en 1952, tal vez en el restaurante Villa Capri, de Los Ángeles. Él, que había quedado deslumbrado al verla en la pantalla, quedó hipnotizado cuando la tuvo frente a él. Marilyn, seductora, quedó encantada por su personalidad. Había algo en ese hombre que le atraía con la fuerza de un imán. Algo físico, también.
En su libro Joe and Marilyn, David Heymann arriesga que Joe intentaba convertir a Marilyn en quien no era: una dedicada ama de casa que le hiciera la comida cada noche y cuidara a la futura familia. Y que Marilyn buscaba tal vez una certeza, solo una, que se llevara de su vida la perplejidad, la incertidumbre, la indecisión. Ambos, afirma Heymann, eran inseguros, no eran personas cultas en absoluto, sólo coincidían en su grandeza: una actriz legendaria, icono del oro de Hollywood y el jugador más importante de la historia del beisbol. Discépolo, de quien Marilyn y Joe sabían nada, se los había anticipado: “Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias”.
Aquella noche del primer encuentro hablaron, hablaron y hablaron. Las memorias de Marilyn, las confesiones de Joe a su médico personal, Rock Positano, dicen que dieron vueltas por Los Ángeles en el auto de Joe durante tres horas, hasta que Marilyn cortó por lo sano y lo llevó a la habitación de su hotel.
Allí nació la otra pata de la historia: el sexo.
“El sexo era épico. En la cama era como una pelea de dioses. Truenos y rayos se instalaban sobre nuestras cabezas”. Eso le dijo Di Maggio a su médico que escribió todo en su libro Dinner with Di Maggio – Memoirs of an American Hero (Cena con Di Maggio – Memorias de un héroe americano) publicado recién en 2017, cuando la historia y sus protagonistas parecían sepultadas en el olvido. Y algo más dijo Di Maggio a Positano, con la candidez de un chico: “Doctor, Marilyn me dijo que ningún hombre la hizo sentir como yo”. Ella no signaba todo en el sexo: “Todos señalan las diferencias entre nosotros. Pero, en realidad, en el fondo somos muy parecidos: la grandeza deportiva de él, mi fama… No somos eso. Esas son cosas externas”.
Hollywood estaba encantada con ambos. La bella y la bestia, la sutileza y la fuerza, Chanel y sudor, qué lindos son los extremos cuando se atraen. ¿Cuánto iba a durar eso? Se aceptan apuestas. Marilyn, harta de hacer papeles de rubia bonita y tonta, cambiaba por minutos. Buscaba otra cosa. Pensó y logró pasar por el Actor’s Studio de Lee Strasberg, amadrinada por Paula, la mujer del director, que fue su tutora. En medio de ese cambio, la actriz redefinió a Hollywood, que acechaba su historia con la calidez de un monstruo: “Hollywood es un lugar donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastantes veces, y cobré siempre los cincuenta centavos”.
El noviazgo duró dos años. En ese lapso, Marilyn no abandonó ni a sus amantes, ni el sexo épico con Joe. Entre sus aventuras figuraron el director Elia Kazan, el músico de jazz Mel Torme, el actor griego Nico Minardo, una relación paralela a la de Di Maggio y, ya casada con el beisbolista, los primeros escarceos con el escritor Arthur Miller que se convertiría en 1956 en su tercer esposo. Cincuenta centavos por tu alma, Marilyn.
Pusieron fecha de casamiento, con la idea de que la relación iba a crecer, o a serenarse, una vez marido y mujer. Un cuento de hadas. No podían casarse por iglesia: eran dos divorciados. A Joe lo amenazaron con la excomunión. Y Joe se sinceró otra vez con el candor de un chico: “Que me excomulguen si quieren. Prefiero ir de cabeza al infierno a renunciar a mi propio Jardín del Edén”. A buen entendedor… Marilyn también sabía ser una niña cuando quería: “Todavía no sé lo que le parezco a Joe. Es un hombre al que le cuesta hablar. Lo que Joe es para mí, es un hombre cuya apariencia física y su forma de ser me vuelven loca. Lo quiero con todo mi corazón. Sabíamos que sería un matrimonio fácil”.
Nunca nadie se equivocó tanto con tan poco. La actriz Jane Rusell, casada también con una estrella del fútbol americano, Bob Waterfield, de Los Angeles Rams, diría luego: “Nunca, ni por un minuto, llegué a pensar que ella y Joe durarían. Estaban enamorados mucho de hecho, pero no se entendían el uno al otro. Venían de universos diferentes y esa fue la tragedia. Por eso no pudieron seguir juntos. Estaba escrito en las estrellas”.
Quién sabe qué cosas se escriben en las estrellas, pero Marilyn y Joe se casaron el 14 de enero de 1954 en el City Hall de San Francisco, la ciudad de adopción d Di Maggio. La boda pretendió el imposible de la discreción: cientos de personas los esperaban a la salida de la ceremonia, fascinados todos por el cuento de hadas. Los flamantes esposos posaron en las escaleras de la iglesia de Saint Peter and Saint Paul, a falta de una ceremonia religiosa que hubiera colmado al muy católico Di Maggio. Se los veía felices. él tenía treinta y nueve años, ella veintisiete.
El cuento de hadas ocultaba el drama que incubaba la pareja de recién casados, Marilyn era depresiva, adicta a los fármacos, estaba en conflicto con las productoras de Hollywood. Joe era muy celoso, jugaba su italianidad cada día, podía ser violento. Todo duró 274 días. Fueron de luna de miel a Tokio porque Joe debía cerrar algunos negocios relacionados con el beisbol. La oficina de propaganda del Ejército de Estados Unidos, la contactó con una idea genial: el programa USO (United Service Organizations) la contrataba para que levantar el ánimo de los soldados que peleaban el tramo final de la guerra en Corea. Marilyn fue, cantó y venció: diez presentaciones en cuatro días y sesenta mil marines seducidos por su voz y su figura. Ella le dijo a él: “Joe, no sabés lo que es que sesenta mil personas te vitoreen”. Y Joe: “Sí que lo sé”. Puñales de hielo.
Marilyn posaba para las revistas del corazón, que siempre apuntan tres cuartas más abajo del corazón. Y para calendarios con títulos sugestivos como “Golden Dreams”, sueños dorados. Di Maggio se puso contra los estudios de Hollywood y los acusó de usar a Marilyn como una mercancía. Ya no Discépolo, pero ni siquiera hubo un don Corleone que dijera: “Nada personal, chicos, estos son negocios”. Cuenta la leyenda que el día en el que Marilyn vistió un traje muy provocativo, él le dijo: “Pareces una maldita puta”. Se lastimaron mucho, de forma irremediable. Si el sexo era épico, las broncas lo eran también.
Joe Di Maggio hijo, que por entonces andaba en los doce o trece años, contó a David Heymann que una noche los escuchó discutir muy fuerte. Portazos, gritos, estruendo. El chico vio a Marilyn salir corriendo de la casa y a su padre seguirla para que regresara. Dos adolescentes furiosos. Durante el desayuno, a la mañana siguiente, Marilyn tenía un ojo morado.
No sería la única vez. Sobre el final de la historia de amor y desamor, la madrugada del 15 de septiembre de 1954, Marilyn debía filmar la escena más simbólica de su vida y de su carrera. Parada sobre la boca del subterráneo neoyorquino, recibe desde abajo una bocanada de aire tibio que levanta su pollera blanca, plisada y deja ver sus piernas, su ropa interior, mientras ella, pudorosa, intenta, con una sonrisa, hacer que la pollera vuelva a su sitio. Es La comezón del séptimo año, dirigida por Willy Wilder. Se filmó en una esquina también simbólica de New York: la de la avenida Lexington y la 42. Había dos mil trasnochadores mirones, decenas de fotógrafos y todo el equipo de filmación de Wilder,
Marilyn debió repetir la escena tres o más veces, y escuchó desde silbidos de admiración, elogios en alta voz, guarradas, palabras soeces y guarangadas varias que hicieron huir a Di Maggio que, como buen esposo, seguía de cerca la carrera de su mujer que se contoneaba divertida mientras mostraba su ropa íntima. Tampoco soportó la sanguinaria reacción del público porque no conocía a Discépolo y no sabía que la gente es brutal y odia siempre al que sueña. “Mi mujer acaba de hacer un striptease en Lexington Avenue”, exageró con furia infantil. Esa noche, la pareja se peló a gritos en el hotel St. Regis, que todavía existe en el 2 Este de la 55, a una cuadra del Museo de Arte Contemporáneo y es monumento histórico de la ciudad. A la mañana siguiente de la discusión con Joe, Marilyn apareció con los ojos hinchados.
Veinte días después, el 6 de octubre de 1954, junto a su abogado, Marilyn dio una conferencia de prensa para anunciar su divorcio de Joe Di Maggio. Lucía un vestido que le gustaba a Joe: negro, cerrado, sin escote; lucía también una desazón tremenda; lloró un poquito al revelar que se separaba por crueldad mental. Su abogado fue más leve: “Se trata de un conflicto de carreras profesionales”.
Todo se había ido al diablo. Después siguió la vida, como siempre sucede. Ambos cultivaron los estertores de la relación. Fueron juntos al estreno de la película de su desgracia, La comezón del séptimo año; Joe incluso planeó volver a casarse con Marilyn, nunca aceptó la ruptura, se vieron de vez en vez, furtivos como dos adolescentes, esquivos y atrapados tal vez en el sexo épico. Ella no cesó de cobrar los cincuenta centavos por su alma y tuvo romances fugaces y no tanto con Tony Curtis, Yves Montand, Marlon Brando, Frank Sinatra y hasta con Clark Gable, aquella imagen paterna que la seguía desde la infancia. Cosa curiosa, filmaron juntos Los Inadaptados, dirigidos por John Huston. Y el guion le hace decir al personaje de Gable al personaje de Marilyn algo que Gable ya le había dicho a Marilyn: “Eres la mujer más triste que he conocido”.
Di Maggio culpó de la desgracia mutua a Hollywood, a Sinatra, a los integrantes de su clan, el Rat Pack, a todos los que habían aconsejado a Marilyn quedarse en ese sitio de oropel y angustias, y a todo aquel miembro de la industria que se le cruzara por el camino y por la mente. Estaba desesperado de dolor. Nunca abandonó del todo a Marilyn que, en 1956 casó con Arthur Miller. Es otra historia tumultuosa a ser contada, pero que pareció también unir a los extremos: la estrella de cine y el intelectual, la rubia bonita y el gran escritor. Se divorciaron en enero de 1961. Di Maggio conquistó a Miss América, entre sus otras muchas aventuras amorosas. Cuando Marilyn se divorció de Miller, sufrió una crisis depresiva y fue internada en un psiquiátrico. Allí la fue a buscar Di Maggio y se la llevó con él a Miami, donde los Yankees hacían la pretemporada. La cuidó hasta que se recuperó. Volvieron las especulaciones: ¿volverían Joe y Marilyn a estar juntos? No. Ni Marilyn estaba del todo recuperada: seguía su adicción a los fármacos, su personalidad flaqueaba y ondulaba acaso al borde la cordura.
Su último sueño, los últimos cincuenta centavos, estaban encarnados en el presidente de Estados Unidos, John Kennedy. Fueron amantes, toda la historia se la llevó a la tumba Evelyn Lincoln, la secretaria privada del Presidente. El 19 de mayo de 1962 Marilyn cantó para Kennedy el más célebre “Happy Birthday” que se haya cantado nunca en el Madison Square Garden. Pura sensualidad. Esta vez el cuento de hadas que fraguaba la imaginación de Marilyn decía que el Presidente se divorciaría de su mujer, Jacqueline, y la llevaría a ella a la Casa Blanca en la carroza de las doce de la noche.
La hallaron muerta en su cama, el 5 de agosto de 1962. A su lado había un frasco vacío de Nembutal. Tenía el tubo del teléfono en la mano. Di Maggio estalló de dolor y se encargó de todo: la leyenda dice que incluso vistió a Marilyn antes de que la colocaran en su ataúd. Impidió que el Hollywood de los artistas y el Washington de los políticos asistieran al funeral. Durante años envió rosas tres veces por semana al Westwood Village Memorial Park de Los Angeles, para que fuesen colocadas en el nicho en el que hoy centenares de personas dejan cartas, ositos de felpa y lamentos.
Di Maggio siguió con su vida, atenazado por aquel amor de chicos tontos que privilegiaron el orgullo y la epopeya al trance siempre inseguro de intentar una larga vida en común. En 1969, al celebrar el centenario del beisbol, Di Maggio fue consagrado como el mejor jugador en vida de la historia de ese deporte. Un periodista del The New York Times escribió que sería recordado más que por su calidad deportiva, por su calidad humana: “Permanece como símbolo de excelencia, poder y caballerosidad”.
Murió el 8 de marzo de 1999, a los 84 años, por un cáncer de pulmón.
Murió sin olvidar.
El Pepazo/Infobae