A 72 años de la tragedia en Santa Teresa
Luis Carlucho Martín
Mientras en Bolivia la Revolución Nacional amaneció de golpe, acá en Caracas, bomberos, policías, rescatistas, médicos y personal de salud, exangües atestiguaban el colapso de sus servicios. Pero no por coronavirus. Ese bicho ni existía.
Eso ocurrió, así en paralelo, la madrugada del 9 de abril de 1952, cuando una desesperada voz de “fuego, fuego” generó pánico, confusión y una mortal estampida humana en la iglesia de Santa Teresa aquel Miércoles Santo cuando la feligresía se alistaba a presenciar la eucaristía que oficiaría el párroco Hortensio Carrillo en honor a la milagrosa deidad de la compasión y la salud, el Nazareno de San Pablo.
Gente de todo el país –y también de afuera– se agolpaba en torno a aquel templo –erigido en 1881 según diseño del arquitecto criollo Juan Hurtado Manrique, por órdenes del presidente Antonio Guzmán Blanco, quien lo bautizó inicialmente como Santa Ana, primer nombre de su esposa y de la capilla de la fachada oeste del templo. Y seis años más tarde cambió a Santa Teresa, el segundo nombre de la Primera Dama y de la otra capilla interna de la icónica infraestructura.
La imagen del Nazareno, llegada de España, fue consagrada el 4 de julio de 1674 por fray González Acuña. Comenzó a ser venerada en la iglesia de San Pablo Ermitaño –de allí el nombre de San Pablo–, templo demolido y sustituido 200 años más tarde –por órdenes del Ilustre Americano–, por lo que hoy es el Teatro Municipal, llamado inicialmente Teatro Guzmán Blanco, bajo los diseños arquitectónicos de Esteban Arícar (francés) y el nativo Jesús Muñoz Tébar.
Todo gira en torno a la escultura en madera de pino silvestre tallada en Sevilla durante el siglo XVII por el artista Felipe de Ribas, alabado por el propio Nazareno cuando le preguntó ¿dónde me has visto que me hiciste tan perfecto?
Hay una versión venezolana que atribuye la obra y la leyenda al tallador Joseph Cristian Molinero, quien cayera muerto ante el reconocimiento que le dispensara por su perfecta creación la milagrosa imagen, que, según la tradición, al redimir cada pecado de su feligresía se encorva y oscurece paulatinamente.
Debido a la epidemia de vómito negro de 1696, que no había podido aplacar la patrona Santa Rosalía de Palermo, el entonces gobernador de Caracas, Francisco Berroterán, ordena la procesión del Cristo moreno.
Así de inveterado resulta el génesis de esa tradición que el genio de Andrés Eloy Blanco nos brinda siglos más tarde en El Limonero de Miracielos. Por cierto, hay diversas versiones. La más difundida se circunscribe al siglo XVII, cuando en plena procesión El Nazareno se enreda con un racimo del árbol en la céntrica esquina caraqueña. A su paso cayeron limones santificados –creían–. Basados en la fe algunos ligaron el zumo con las claras aguas de la quebrada Catuche. Los más osados pusieron fin a la epidemia al ingerir, sin ligaduras, el bendito y “ácido licor”, como lo describe el poeta cumanés.
Clero y política: peligrosa combinación
La tragedia de 1952 fue atribuida, sin prueba alguna, a un atentado gestado desde el extranjero con actores internos, según afirmó el ileso padre Carrillo. Declaración acomodaticiamente similar a la de la Seguridad Nacional, que relacionó el hecho con un magnicidio contra el Ministro de Defensa, Marcos Pérez Jiménez, quien calentaba motores para pronto adueñarse del coroto que en esos días ostentaba, como líder de la Junta de Gobierno, Germán Suárez Flamerich.
Fueron incriminados “los adecos Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevalli y sus aliados comunistas”. Temeraria declaración apoyada por el gobernador Guillermo Pacanins. Se decretaron tres días de duelo nacional.
Nadie sabe cómo el cura Carrillo osó ligar la sangrienta tragedia de Santa Teresa con El Bogotazo –ocurrido cuatro años antes–, donde asesinaron al líder del Partido Liberal colombiano, Jorge Eliécer Gaitán…pero lo hizo.
¿Qué pasó?
Aquella madrugada la fe caraqueña abarrotó los espacios dentro y fuera del templo. Los bachaqueros de entonces comerciaban velones, imágenes, estampas y sahumerios. Los grandes y pesados portones de madera colonial abrieron puntual a las 2. Adelantaban preparativos para la misa de las 5 de la mañana en una jornada que se extendería hasta entrada la noche con otras misas y la tradicional procesión… Dicen que a las 4:45 el manto de una rezandera al pasar cerca de un velón encendido agarró fuego que menguó de inmediato. Pero la llamarada por tenue que pareciera generó el dantesco embrollo.
“Crearon caos para robar el anillo de oro de la Virgen de Coromoto”, dijo alguien. No había cómo escapar. Saldo: 22 damas, 24 niños y cuatro hombres envueltos en reverencial púrpura cayeron ante la fuerza de la turba atemorizada que además dejó 115 heridos.
Inútiles esfuerzos pretendieron retomar el orden, salvo la acción de un monaguillo no identificado –reseñó el diario La Nación– que rescató a siete niños resignados a un destino fatal.
Medio siglo antes, el 26 de marzo de 1902, en el mismo sitio, una voz agorera gritó “terremoto”. El terror cobró las vidas de dos damas y 30 heridos.
Caracas, la mítica, recrea, no solo en Santa Teresa sino en el Puesto de Socorro donde atendieron a las víctimas de entonces –actual sede del Ministerio de Educación–, espectros fantasmales cuyos lamentos son cónsonos con los reclamos de mejoras salariales para los maestros y todos los empleados públicos, además de elevar el nivel del paupérrimo sistema de salud.
Esas y un montón de peticiones terrenales llenan la agenda de la feligresía que, contra viento y marea, sigue mostrando su fe por el Nazareno a todo riesgo.
El Pepazo