Tiene 73 años y empieza a ser consciente de que se acerca su final como gran héroe del viejo rock, canta sobre la muerte y la eternidad, pero esta noche ha sacado la apisonadora en Barcelona
Aquí lo tienen, este hombre de negro cantando «Hicimos una promesa que juramos recordar siempre/ No nos retiramos, baby, no nos rendimos». El anochecer se derrama por el cielo de Barcelona como tinta negra que cae en un vaso, un vaso medio lleno o medio vacío, así ha visto siempre la vida Bruce Springsteen y así lo ha contado en canciones de euforia pero también de sufrimiento, de celebración y de resistencia, canciones de esperanzas y derrotas, como las que hoy ha venido a cantar una vez más.
Así es: Bruce Springsteen tiene 73 años y no se retira y no se rinde. Así lo dice en la primera canción de su concierto en el estadio Lluís Companys, con la voz caliente y dura, un músculo tenso que va a acompañar a casi 60.000 personas durante unas cuantas horas de música. «¡Hola, Barcelona. Hola, Cataluña!».
Grabó ‘No Surrender’ en 1984 como un juramento y un compromiso: como una promesa. Y aquí está cuatro décadas después dispuesto a llevarnos más allá de la fiesta que es un concierto, intentando explicar algo que está por encima de los estribillos densos y las cuatro guitarras entrelazadas con nudos marineros, Steven Van Zandt con el flow suave, Nils Lofgren a zarpazos.
Esta noche, un pletórico Bruce Springsteen no viene a despedirse (¿o sí?), pero quiere recordarnos que ya está en la época de las despedidas, que su gran catarsis del rock no es interminable y que, a su edad, la muerte ya es una sombra que le persigue. De eso trata su disco ‘Letter to You’, publicado en 2020 e inspirado por el fallecimiento de sus compañeros en la E Street Band Clarence Clemons y Danny Federici y de un muy viejo compinche, el primero de todos, George Theiss, el chico que le invitó a formar parte de su primer grupo, cuando tenía 15 años.
Algunas de las canciones de ‘Letter to you’ forman el pilar narrativo del concierto. ‘Ghosts’ y el tema que pone título al álbum entran en el comienzo del sobrio show, canciones atenazadas por los clichés, pero trascendentes por su celebración vitalista. «Estoy vivo y vuelvo a casa», canta con entusiasmo, aunque sombrío. Incluso esa idea sobrevuela la versión de ‘Nightshift’ de los Commodores que hacen como una agridulce balada de soul.
Saltando adelante y atrás en el tiempo, con un sonido resplandeciente, las canciones recientes se encadenan sin pausa con viejos clásicos de los años 70 como ‘Prove it All NIght’, ‘The Promised Land’, ‘Out in the Street’ («¡Oh-oh-oh!») y ‘Candy’s Room’ en interpretaciones recias, precisas y brutalmente contundentes. Memorables. Algunas incluso cumplen 50 años en 2023 como unas atómicas y llenas de ‘swing»Kitty’s Back’ y ‘The E Street Shuffle’: divertidísimas. Canciones que aspiraban a la eternidad, a una arcadia pagana de calles nocturnas, sueños de redención y tierras prometidas al final del desierto. De algún modo, invocarlas de nuevo con la mirada endurecida del superviviente es un ejercicio anticipado de añoranza, es como si estuviera echando de menos a su yo de hoy, el yo de esta noche magnífica.
Aquel chaval despeinado, desafiante y vacilón de los años 70 asociaba el rock con la juventud, con su rebeldía e independencia, con una épica que planteaba la vida entera como un continua historia de superación. Hoy, el rock se identifica con la madurez y Springsteen tiene los mismos seguidores mensuales en Spotify que, por poner un ejemplo, Aitana, y la tercera parte que Rosalía. ‘Backstreets’ (con una potencia abrasadora), ‘Because the Night’ (escalofriante) o ‘She’s The One’ (el órgano serpenteando como un embrujo) son canciones de tamaño mitológico y, aunque su celebración es pura nostalgia, lo que Springsteen está demostrando es que no hace falta ser joven para tener esa actitud desafiante y audaz.
Esa confrontación, las fantasías de juventud frente a las reflexiones de la madurez, es un viaje que puede comprender bien su público, que ha crecido, madurado y envejecido con él. En el estadio predominan los oyentes mayores de 40, de 50 años, personas que probablemente ya han visto alguna vez en el pasado a Bruce Springsteen y la E Street Band fundiendo el cemento de las gradas, sacudiendo el suelo bajo sus pies. Las entradas de este concierto y del que ofrecerán el domingo en el mismo lugar, dos noches que dan comienzo a su gira europea, se agotaron hace 10 meses en un cuarto de hora, algunas de ellas con precios muy elevados, lo que provocó una oleada de protestas en redes sociales.
Es el concierto número 52 del rockero de New Jersey en España, uno de los países que más veces ha visitado en su carrera. El número 20 en Barcelona, una de sus ciudades de adopción. Y se nota que él está cómodo. Ya no se tira al suelo ni alcanza el trance ni corre de un lado a otro empapado en sudor, pero no muestra ni un signo de decadencia. Incluso se ha traído a algunos de sus amigos a disfrutar de la experiencia, amigos muy especiales: el ex presidente de EEUU, Barack Obama, y su mujer, Michelle Obama, y el director de cine Steven Spielberg y su mujer, la actriz Kate Capshaw.
Sobre esa tarima, el grupo lo llega a formar casi una veintena de músicos. La sección de vientos tira de espaldas, con dos trompetas, trombón, saxofón barítono y ese torrencial saxo tenor que es emblema del grupo y que en 2011 heredó Jake Clemons cuando murió su tío Clarence. Además, cuatro coristas, un percusionista y músicos asimilados a la estructura de la E Street Band como la violinista y guitarrista Soozie Tyrell y el acordeonista y organista Charles Giordano.
Es decir, un huracán. Una apasionadora. Un bombardeo. Un pedal apretado hasta el fondo… Elige la metáfora, podría estar así toda la noche.
Pero es un huracán menos devorado por la urgencia y la intensidad, con las canciones un pelín más lentas que hace años. En la arquitectura de su sonido, sigue siendo el pilar central el batería Max Weinberg, un discreto prodigio que proporciona la textura necesaria a cada momento, un metrónomo humano que es el alma de la E Street Band y que, una vez más, escuchadlo bien, mantiene el sonido más firme que los glúteos de un gimnasta.
Springsteen ofreció los conciertos más largos de su carrera en su anterior gira con la E Street Band, en 2016. El grupo acababa cada noche visiblemente exhausto. Ahora es otro tipo de maratón. Ya no quiere demostrar que puede ser eternamente joven (aunque al terminar el concierto, un guiño, sonará de música ambiente mientras la gente abandona el recinto una versión de Forever Young). Miradle ahora, cantando solo con su guitarra acústica ante casi 60.000 personas en silencio ‘Last Man Standing’. Es su canción sobre ser el último superviviente del primer grupo en el que estuvo siendo un chaval: «Soy el último hombre en pie», repite el estribillo. En la introducción ha dicho eso tan manido y sin embargo con tanta verdad como es «lo más importante es vivir y disfrutar cada momento».
El concierto va avanzando y las versiones se alargan, van creciendo en densidad y épica.
El núcleo central del repertorio, cuando ya pasa la hora y media, evoca el camino de la vida que ha sido su carrera, con canciones de todas las décadas. Con ‘Human Touch’ se llena la grada de linternas de móvil y ‘Mary’s Place’ la tocan como si el rock fuera gospel, pero nada hace que dejen de ser las canciones olvidables que en el fondo son.
Caso distinto es el de la versión de ‘Pay Me My Money Down’ de Pete Seeger, incorporada a sus favoritas de directo en 2006. Devoto de la música folk, este Bruce del gran poder también ha tratado la música como un elemento vertebrador de las comunidades, como un pegamento social que fortalezca la identidad de los grupos humanos, particularmente los desfavorecidos. Por eso sus conciertos parecen la reunión de una congregación religiosa, con ritos y esperanzas compartidas, y no se ve mejor como con esta adaptación.
Tan autobiográficas y festivas como son, ‘Wrecking Ball’ y ‘The Rising’ suenan realmente especiales: parecen acontecimientos.
La idea de incluir referencias de toda su carrera sacrifica algunos temas que han sido fijos en la trayectoria de Springsteen. Un concierto son las canciones que suenan, pero también las que no suenan, y probablemente hubo fans que hubieran preferido volver a casa con el recuerdo de ‘Hungry Heart’, ‘The River’, ‘Growing Up’ o ‘Sherry Darling’, clasicazos que esta vez no interpretó.
Pero el tramo final es una sucesión de momentos de apogeo, una etapa reina en la que solo hay, en sentido estricto, cumbres fuera de categoría. Pensadlo: llevamos dos horas y pico y se suceden ‘Badlands’ (arriba), ‘Thunder Road’ (lagrimote) y, comienzo del bis, ‘Born In the U.S.A.’ (tono de himno, el estadio encendido, el sonido más duro que el mármol), ‘Born to Run’ (la catarsis máxima y definitiva), ‘Glory Days’ (arribísima, todo el mundo bailando, ya volando fuera de los radares, y hasta con Michelle Obama como corista), ‘Bobby Jean’ (¡Himno! ¡Himno!), ‘Dancing In The Dark’ (fiestón) y un ‘Tenth Avenue Freeze-Out’ que fue una juerga y una verbena funk y un puro desmadre, la canción 27 tras casi tres horas.
Pero, callad, acaba el concierto y está solo con la guitarra acústica cantando ‘I’ll See You in My Dreams’, otra canción de despedida y muerte que nos recuerda que la fiesta ha terminado y que algún día esto serán unos buenos viejos tiempos que no volverán.
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El Pepazo/El Mundo