Algunos nombres han sido cambiados, para preservar las verdaderas identidades, pero las
historias de estos hombres y mujeres se han hecho virales en los últimos meses en las
redes sociales
Egdo Lameda
Chile
Frágil, con esta palabra arranca mi historia. Si, como el cristal, como todo aquello que puede romperse si no se maneja con cuidado. Estoy de pie frente al portal de entrada del Tapón del Darién. No he pisado aún la selva maldita y ya comienzo a desmoronarme. Mi nombre es Pedro. Soy la roca en la que mis padres cimentaron toda su esperanza, y lo digo de esta manera porque ellos hicieron hasta lo imposible por formarme.
Estudié en una de las universidades más importantes de Venezuela hasta obtener un título, que para lo único que me ha servido es para satisfacer mi ego y no sé si más adelante, cuando me interne en esa jungla, de la que muchos no alcanzan a salir, me sirva tal vez para limpiarme el culo.
Me perdonan lo escatológico de mis palabras, pero en ese camino cualquier título universitario no sirve para nada. Aquí la vida, el don más preciado, pierde todo su valor, mucho más un papel de pergamino frágil, como aquellas copas que mi esposa y yo estrellamos contra el piso el día en que nos casamos.
Por ella, y por mis padres, es que estoy aquí. Mis piernas tiemblan tanto como los países que están sobre el cinturón de fuego del Pacífico. Lo confieso: tengo miedo, mucho miedo.
Antes de estar parado en este sitio leí tantas historias de migrantes muertos en el Darién.
Tantos relatos de personas que, en medio del desespero, se arriesgaron junto a algunos de sus seres queridos a cruzar la selva en busca del «sueño americano», una mierda que nos sembraron en la cabeza los mismos que hoy nos hacen abandonar nuestras tierras.
Muro natural
El Tapón del Darién es una selva tropical donde llueve con mucha frecuencia, y que genera un clima húmedo sofocante. Es un territorio inhóspito, que está cundido de bandoleros y traficantes de drogas, y que sirve de hábitat a jaguares, aves de rapiña y especies tan venenosas, como las lenguas de mis vecinas, del barrio Chino Julio, allá en el Noroeste de la ciudad de Maracaibo.
Es un «muro» natural que separa a Colombia de Panamá. Son al menos 575 hectáreas de jungla. Es el único punto geográfico del continente donde se interrumpe la carretera Panamericana entre Alaska, en el Norte, y La Patagonia, en el extremo Sur del planeta.
El drama
Somos treinta personas de distintas nacionalidades, incluyendo a los maracuchos. Estamos en Capurganá, departamento del Chocó, donde convergen los que más tarde, tal vez, queden enterrados en el Darién.
Yo me vine con cuatro «locos» del barrio. Son mis amigos, nos criamos juntos desde muy pequeños. Recuerdo que a Hebert le pusimos el apodo de «Cerro Prendío» porque era pelirrojo, como un bachaco, aunque desconozco porqué después de adulto comenzaron a llamarlo «Cornelio».
Los otros otros dos son Felipe y Reinaldo. Ellos eran los que se saltaban las cercas cuando la pelota con la que jugábamos en la calle caía en el patio de algunas casas.
Salimos con cuatro guías, que nos exprimieron hasta los interiores que llevábamos puestos. Para llegar aquí tuvimos que aflojar 100 dólares cada uno. Y para continuar otros 100, como si fuera tan fácil ganárselos en Venezuela.
Nos metimos en la selva en fila India. Yo llevaba puestas unas botas pantaneras, que compré aquí en Colombia, Felipe y Rainaldo, usaban unos zapatos deportivos de tenis, esos que te pueden costar hasta la vida si transitas de noche de la Curva de Molina hacia adentro.
«Cerro Prendío», como es el más patiquín del grupo, el que susurra cualquier palabra de halago cuando pasa una chica por su lado, lleva puesto zapatos de vestir, que pulió al salir de Maracaibo.
Comenzamos a avanzar. El zumbido de los zancudos comenzó a hacerse fuerte en mis oídos en la medida que nos internábamos en la espesa jungla. Repentinamente, un golpe seco, escuché detrás de mí. Hebert se acababa de soltar una cachetada. Cuando volteé le vi una pequeña mancha de sangre en su mejilla derecha. Su mano nos mostraba un gran mosquito aplastado.
Ese era el más insignificante de nuestros problemas; más adelante seríamos tomados por sorpresa por un grupo de bandidos, de esos que asoman sus dientes como fiera cuando se percatan de la presencia de migrantes.
Entre las treinta personas logré ver a un hombre que llevaba sobre sus hombros a un niño como de tres años al que siempre le decía: «vamos Yonaiker, si se puede». Cuando nos deteníamos a descansar se ponía a grabar videos y los subía a las redes sociales tan pronto agarraba señal.
A Felipe, a quien le llegamos a decir en la travesía «Cabullita de Mortadela» por los extraños olores que despedía su cuerpo en la medida que avanzábamos, le escuché jurar que si salía vivo de ahí nunca más volvería a tomar licor porque fue durante una de esas borracheras que agarraba en la que decidió emprender el viaje.
Ya mis pies comenzaron a hacerse pesados, casi no podía levantarlos, los arrastraba, y solo llevábamos un día de camino. Estaba por anochecer. Buscamos un lugar despejado para acampar, de este lado de un caudaloso río, que al día siguiente debíamos cruzar.
En el grupo iban unas tres familias, una de ellas llevaba también dos niños; uno que apenas comenzaba a caminar y el otro de brazos, éstos nos darían un gran susto en la mañana, cuando continuaría el recorrido.
La oscuridad de la noche vino acompañada de una suave brisa, que comenzó a cobrar fuerza. Un relámpago, a los lejos, y un trueno bastante cerca era una clara advertencia de que podía comenzar a llover de un momento a otro y ninguno estaba preparado para afrontar la lluvia.
Comenzamos a buscar ramas secas para prender fogatas, y así ahuyentar a los animales peligrosos y para poder ver un poco mejor. Sin embargo, ese fuego duraría solo hasta que se desprendiera la lluvia. Armamos rápidamente unos improvisados ranchos para refugiarnos.
Comenzó a correr la noche, y para nuestra fortuna la lluvia nunca cayó, pero su olor podía
sentirse. Efectivamente, esa fragancia a tierra húmeda me despertó una curiosidad, así que me
asomé al río y puede ver que su caudal había aumentado considerablemente. Sí había
llovido pero tal vez en las cabeceras. Sin embargo, esto no fue impedimento para continuar.
En la mañana, mis panas y yo comenzamos un debate para ver quien de nosotros se echaba al agua con la cuerda que ataríamos al otro extremo. También consultamos la opinión del resto del grupo.
La responsabilidad recayó sobre los hombros de Reinaldo, también conocido como «Currulo». Lo escogimos a él porque antes de emprender esta aventura, se la pasaba con unos amigos paseando en pequeñas embarcaciones de arriba a abajo y subía sus selfies a las redes sociales. Sabía nadar. De chico aprendió a hacerlo allá en la Cotorrera, por la avenida El Milagro.
Con el humor que le caracteriza, «Currulo» se quitó el bluyín y quedó en unos bóxer estampados que le restaban seriedad, pero esos son sus gustos. Tomó la cuerda y se la ató a su cintura, por si acaso la corriente lo arrastraba. Se fue metiendo poco a poco, pero se detuvo porque sintió la fuerza del agua que lo sacudía. Volteó su mirada hacia atrás, se echó a reír. Luego tomó un gran impulso y saltó al agua.
La corriente comenzó a arrastrarlo, pero lo fue llevando hacia el otro lado y pudo llegar. Luego ató la cuerda en un pequeño arbusto.
Los que nos encontrábamos de este lado del río la tensamos y la amarramos también para poder cruzar con mayor facilidad. Decidimos meternos en grupos de cinco personas por si a alguno le faltaban fuerzas, los otros cuatro poder ayudarlo.
Así pues, los primeros en meterse al agua fueron unos etíopes, que se movían con gran facilidad por la jungla. Ellos estaban acostumbrados a este tipo de ambiente, porque en su país muchas veces recorrían la selva Montana, según el relato de uno de ellos, que se defendía un poco con el español y también con el inglés.
Después de ellos, vino la pareja que llevaba los dos niños. La mujer amarró sobre su pecho a la criatura más pequeña, para poder utilizar sus dos manos para aferrarse a la soga. Ella aventajó a su esposo y logró llegar con rapidez al otro lado, sin embargo, su compañero no tuvo la misma suerte. El llevaba a un niño más pesado y solo usaba un brazo para avanzar por la cuerda.
A la mitad del río se detuvo, estaba cansado. La corriente comenzó a sentirla muy fuerte. En este momento los que ya habían cruzado y los que aún permanecíamos de este lado comenzamos a gritar, tratábamos de darle ánimo para que continuara. Hizo esfuerzos y avanzó otro poco, hasta que ya no pudo más y se soltó.
El río los fue arrastrando, y esto causó un gran alboroto entre todos nosotros. Gritos de desesperación e impotencia se dejaban escuchar en ambas riberas. Para fortuna de aquel hombre, que nunca soltó a su hijo, la misma corriente lo fue llevando hacia el otro lado, y los que ya habían pasado corrieron tras ellos. Se tomaron de las manos e hicieron una especie de cadena humana hasta poder sujetarlo por su ropa. Lo halaron hasta sacarlo del agua. Ese susto nos dejó casi sin aliento.
El resto de las personas, que permanecía de este lado, pasó sin percance alguno. Yo fui el último en cruzar el río y creo que mi odisea fue más bien divertida, porque yo me até la cuerda a la cintura y los demás me dieron unos jalones y en poco tiempo estaba con ellos. Después de esto hicimos una pausa. Comimos galletas de soda que untamos con jamón endiablado. Más tarde continuamos el recorrido, pasamos por lugar pantanoso y nos enterramos en el lodo casi hasta la cintura.
En ese momento recordé mi infancia, cuando me sentaba frente a la tele a ver las aventuras de Tarzán, El Hombre Mono. En esa serie siempre hacían alusión a las arenas movedizas, y hoy, después de adulto, analizo cómo nos han venido engañando desde hace mucho tiempo.
Continuamos caminado hasta un riachuelo cercano y allí nos aseamos. Nos quitamos todo el lodo que quedó adherido a nuestra ropa y, nos pusimos al sol para secarnos. Muchos se sentaron sobre piedras y otros se tendieron sobre ellas con la mirada hacia el cielo.
Al poco tiempo escuchamos unos gritos. Eran unos siete hombres armados. Ninguno de nosotros se atrevió a moverse. Yo, que permanecía acostado, activé mi teléfono celular y desde el suelo comencé a grabar, arriesgándome a que me dieran un tiro. Comenzaron a revisar nuestras cosas y a robar el dinero y los objetos de valor, para fortuna nuestra, los bandoleros actuaron con premura y se marcharon, dejando sin revisar a varias personas.
Después de que los delincuentes emprendieron la retirada, «Currulo», no paraba de vociferar ¡atraco, es atraco! no sé a qué se refería ni por qué decía aquello «muerto» de la risa.
A Felipe, entretanto, se le percibía asustado. En algún momento llegó a recordar a varios de sus amigos de Santa Lucía. Decía: «allá hay malandros, pero esto que pasa en esta selva no tiene nombre». Se interpreta, que tal vez Felipe llegó a pensar en que podían ser víctimas de una agresión sexual, o de un hecho que pudiera atentar contra nuestras vidas.
A todas estas, nos pareció muy extraño, que a los guías no les quitaron nada. Daba la impresión de que estas personas se conocían o tenían algún vínculo entre ellas. Lo cierto fue que estos sujetos sólo nos acompañaron hasta el Hito de Palo de Letras, que es donde están los límites de Colombia y Panamá. En este sitio se escabulleron, tras indicarnos que se iban a adelantar un poco para hacer una labor de reconocimiento. A partir de entonces, jamás los volvimos a ver.
Ya teníamos casi seis días de recorrido, teníamos que seguir adelante. No nos quedaba otra alternativa, ya las provisiones se estaban acabando. De repente, y para sorpresa nuestra. Escuchamos los quejidos de una persona. Se trataba de un hombre, agonizante, que había sido abandonado porque no podía caminar. Tenía una pierna fracturada. Cuando nos acercamos, sólo balbuceaba. No se le entendía lo que decía. Estaba sobre una camilla rudimentaria y debajo de unos arbustos. No sabíamos qué hacer.
Optamos por quedarnos en ese lugar y hacer lo posible por salvarle la vida, pero de nada sirvió nuestra presencia. Al poco tiempo, el infortunado falleció. Lo sepultamos y continuamos el recorrido. Ahora más que nunca debíamos tener una orientación acertada, para ello usábamos el sol como guía y algunos datos que nos proporcionaron en Colombia antes de partir. Durante toda la trayectoria fuimos dejando
prendas de vestir o cualquier otra marca posible para orientar a los que más tarde seguirían esa misma ruta o sencillamente por si nos perdíamos poder tener referencias para continuar.
Al día siguiente, caminamos sin detenernos, pudimos ver un poblado indígena, donde nos indicaron, que si seguíamos esa trayectoria, llegaríamos como en una hora a Yaviza, un centro urbano panameño, que pone fin a la odisea que viven cerca del 30 mil migrantes al año que se atreven a cruzar El Tapón del Darién.
Aquella información nos dio mucha alegría, estábamos más cerca de lo que imaginamos, como a la media hora llegamos a Yaviza. La travesía por la «selva maldita» había llegado a su fin. En ese lugar nos fundimos en un solo abrazo. Muchos gritamos, reímos y también lloramos, luego de ese encuentro con el Diablo. Dios nos llevó de su mano. Desde entonces, recuerdo que en esa selva maldita morimos en vida.
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