Mientras en el Young Men´s Crhistian Association, YMCA, de Springfield, Estados Unidos, el instructor James Naismith, daba a conocer en 1891 su revolucionario invento, el baloncesto, acá en Caracas específicamente el 30 de agosto, se inauguraba el céntrico Pasaje Linares, una obra pública, con ribetes afrancesados heredados de los gustos y la moda impuesta por el guzmancismo en toda la fisonomía y arquitectura capitalina.
Venezuela daba un paso al frente en asuntos de política internacional, así como de crecimiento y modernización interna.
Por un lado, el regordete –y dicen que sudoroso– presidente de la República, Raimundo Andueza Palacios, ganó mayor popularidad y parabienes de la colectividad debido a la reforma de la Ley que facilitaba la recepción de inmigrantes, sobre todo de Europa. Contó con un visto bueno mundial.
Por otra parte, en el mismo 1891, el ingeniero venezolano Ricardo Zuloaga Tovar viajó al viejo continente con la intención de prepararse acerca de cómo transportar a largas distancias la energía eléctrica a partir de la corriente alterna, con lo que se marcaría el inicio del sistema eléctrico nacional signo indudable de avance tecnológico que no solo brindaba luz sino la posibilidad de conservar alimentos, medicinas y otros insumos que lo demandaban. Sus planes se concretaron unos años más tarde, con la celestial bendición de que las iguanas de entonces no habían mutado en las saboteadoras interplanetarias de la actualidad. Pero eso es cable de otra conexión, electrón de otro voltaje, arena de otra playa, harina de otro costal.
Vamos con lo del Pasaje Linares, que es lo que nos ocupa: Se trataba de la calle con los edificios más altos de toda la ciudad, con barandas de hierro y madera que conjugaban y mostraban plena seguridad y estética. Una calle empedrada con majestuosas construcciones a cada lado, diseñadas intencionadamente para negocios y algunas oficinas del Concejo Municipal.
Aquello fue una donación del guaireño –pero criado y crecido en Caracas–, Don Juan Esteban Linares, un panadero que gracias a la diversificación de su actividad comercial –más un golpe de suerte–, pudo hacer bastante dinero a través de la exportación de frutas a toda Europa, continente al que viajó ese mismo año.
Indudablemente, sus contactos gobierneros colocaron al enchufado Linares en posiciones privilegiadas, aunque –a diferencia de los actuales– como contraparte, de su billetera salió todo el dinero para la obra que había prometido...y cumplió.
Cuentan que, entre tragos, por la celebración del mencionado acierto político presidencial y la algarabía por la inauguración de la moderna donación, la inventiva popular de aquella sociedad civil le dedicó a Linares estos y otros versos: “Tú nos has dado una calle / y quieres que lo callemos; / pues bien, no te complacemos / aunque tu cólera estalle / Linares se ha de llamar / la calle, y así ha de ser: / conque amigo, hasta más ver / y paciencia y barajar”.
Coinciden numerosos cronistas en que Linares era excelente gerente y muy dadivoso, tanto que a los trabajadores de sus empresas los pensionaba mejor que el gobierno a los empleados públicos.
Otra muestra de su desprendido altruismo fue refrendada en 1878, cuando el bondadoso empresario donó a otro grande de la historia, Don Agustín Aveledo, la cuantiosa suma de 200 mil pesos para mantener en óptimas condiciones el asilo de huérfanos de La Pastora. Los resultados fueron de tanto provecho para la ciudadanía que la dupla Linares-Aveledo levantó en 1893 el hospital de niños, inaugurado por Joaquín Crespo. Y aunque inicialmente fue bautizado bajo el nombre de Hospital Linares, poco después pasó a ser La Cruz Roja, nombre que aún conserva.
El próspero comerciante dejó constancia escrita acerca de la donación del –ahora– Pasaje Linares, al exponer: “…con verdadera satisfacción hago entrega al digno representante del Municipio de Caracas de la nueva calle como lo ofrecí al Gobierno del Distrito. (...) Posponiendo al interés material la satisfacción patriótica de contribuir al bien público y al ornato de Caracas”.
La calle en cuestión se llamaba Pasaje del Mercado (por su cercanía a San Jacinto, donde se movía la actividad comercial formal e informal de Caracas), pero con justicia hoy lleva el nombre de su creador. Ahí siguen como testigos los adoquines originales, soportando la inclemencia de la intemperie y de los desechos fecales y micciones que la miseria humana y su extravagante conducta nocturna –cual fieras indómitas– aún vierte ante la aparente indolencia y clara dejadez de cualquier autoridad. Su indudable parecido a nido de atracadores –adquirido con la invasión delincuencial de la céntrica zona– ha cambiado, desde lo estético, recientemente con un techo simulado de sombrillas perfectamente dispuestas en un vivo juego multicolor.
Dicen que el mundialmente denominado "Cielo de sombrillas" caraqueño, compuesto por 200 mil paraguas multicolores, es clara imitación de una tendencia paisajista made in Portugal y replicada en Francia y Estados Unidos. Acá causó sensación...
Ojalá la historia premie merecidamente a este personaje, digno de ser imitado, en prosperidad comercial y en puntual entrega de obras públicas al servicio de la vulnerada Cuna del Libertador…y del país en general, que tanto lo demanda…
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El Pepazo