Luis Carlucho Martín
Así como los esfuerzos por parte de la Iglesia y de las autoridades españolas fracasaron en su guerra antitabáquica, nacida en Caracas, tampoco pudieron contra un tipo de economía que hoy por hoy –debido a la anarquía– representaba y aún representa, un lunar en cualquier pretensión de buena gestión gubernamental: la buhonería sin control.
Los conquistadores que emitían leyes y las imponían, desde tiempos remotos se enfrentaron a este tipo de negocios informales, que según reportan los cronistas de Caracas, tuvo sus inicios alrededor de la plaza Mayor (llamada luego plaza Bolívar), ya que la idea inicial de tan emblemático sitio, era que los comercios crecieran de manera céntrica rodeando los cuatro costados que conformaban el epicentro de la actividad capitalina en aquellos días.
Desde que en 1728 el despótico gobernador Fernando Ricardos ordenó la creación de la plaza Mayor, encargando al ingeniero Juan Gayango Lascaris, el Ayuntamiento debía conseguir los recursos económicos y disponer oficinas de apoyo en uno de los costados “y por el frente a la calle, rodearla de oficinas que sirvan para que precisamente hayan de poner y pongan los cajones o canastillas que están en las calles inmediatas, expuestos sus dueños a la inclemencia de los tiempos…”, asegura el cronista Juan Montenegro…
Ay de aquel buhonero que decidiese alzar su voz. La pretensión oficialista, más allá del orden, era cobrar tributos a los comerciantes para aumentar las arcas de la ciudad, porque modernizar el lugar con el crecimiento alrededor de la plaza Mayor presuponía, además de demoler monumentos como la muralla de la calle de La Pelota erigida en 1680 para el uso de sus piedras en la moderna construcción, se sumaba todo lo que ello acarrea desde lo económico. Por eso, fueron utilizados los cuatro mil pesos de una herencia no reclamada. El contador Cristóbal Ruiz dispuso de la cantidad ya que doña María Sánchez de Vergara, por estar fuera del país no hizo uso de lo que le heredó don Francisco Sánchez de Vergara. Tales recursos no eran suficientes, por lo que se aplicaron cobros de 750 pesos a los dueños de las 30 pulperías existentes. A ello se agregó el pechaje a los 14 arrendatarios de las tiendas que hacían vida en la propia plaza. Y como aún no alcanzaba el dinero se pidió a los pulperos que recalcularan las ñapas que daban a sus clientes en pesos, y fuesen pagadas al fisco.
Estos desórdenes administrativos se fueron agravando y en 1753 se vigorizó el aumento la informalidad, ya que solo unos pocos mercaderes podían aguantar aquel atropello oficial. Muchos se fueron a las filas de la buhonería, fuera del orden lógico y la planificación, como el cuento actual.
Y, al parecer, en medio de tanta ineficiencia gerencial, aun no hay quien le ponga el cascabel al gato…
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