El orangután naranja y los fantasmas en su armario

“Los lobos expulsan al líder que pone en riesgo la manada. Los humanos, a veces, le construyen un trono." ANACLETO

El orangután naranja y los fantasmas en su armario

Luis Semprún Jurado

 Anacleto llegó temprano hoy, luciendo el sombrero más deshilachado que he visto, con el pañuelo a cuadros como una bandera ondeando y su chaqueta Príncipe de Gales, que ha resistido el paso del tiempo y el desprecio. El ventilador giraba lentamente, como la justicia gringa. Pidió lo de siempre. Encendió un cigarrillo y luego de un sorbo pausado, soltó la primera estocada: «Hay personas, camaritas… que no odian a los migrantes: se odian a sí mismas cuando se ven en el espejo de los migrantes. No soportan verse en los ojos de quienes llegaron sin nada, como su madre y sus abuelos, y como los de casi todos en su gabinete. ¿Saben qué es lo más tragicómico? Que un hombre que debe su vida a migrantes ahora los cace como alimañas.» Un joven periodista levantó la mano: «¿Se refiere al presidente Trump?» «Sí», dijo Anacleto a secas. «Del convicto» sin molestarse en nombrarlo. «Ese que va por ahí vendiendo patriotismo de supermercado, mientras pisotea la Constitución que juró defender, con la misma suela que usa en sus campos de golf. ¿Sabes cuál es su mayor problema? Que si recordara de donde viene, tendría que disculparse con el mismo trabajador que hoy encierra, sin juicio alguno, en Guantánamo. El tipo no odia la migración: odia el recuerdo: es hijo de una migrante escocesa, sus abuelos paternos eran inmigrantes alemanes, casado con una eslovena... pero ¡ay!, en su espejo solo ve pureza aria de catálogo.» Inhaló, exhaló, hizo aros con el humo y siguió: «Pero hablemos del perdón que huele a soborno: Scott Jenkins, sheriff de Virginia, vendió credenciales como arepas: $75,000 por plato. Condenado a 10 años... hasta que el presidente “constitucionalista” lo amnistió. ¿Crimen? No: "lealtad política". Para él, la Constitución es solo papel higiénico con firma fundacional.» Se tomó un momento para aclarar su garganta y soltó: «Y ¿qué tal de la cacería del sur? 100,000 arrestados por ICE. 37,660 deportados en un mes. Niños arrancados de escuelas, enfermos de hospitales. ¿Legal? ¡Qué importa! Como diría Simón Rodríguez: "En tierras del miedo, la ley la escribe el que lleva el garrote".» Sonrió irónicamente al decir: «Reabrió la jaula de Cuba... pero no para torturadores. No: para migrantes venezolanos que cayeron en el cuento de Rubio. Sin abogados, sin jueces. Solo alambres y soldados con órdenes de no mirar a los ojos. Sí, convirtió a Guantánamo en el balneario de los indeseables.» Miró al coronel retirado y, sonriéndole, comentó: «Pero no se esperaba lo que se le vino encima: La rebelión de los uniformes: Hasta el general Mark Milley se plantó: "Mi ejército no es policía migratoria". Pero al presidente le gusta jugar a la guerra con tropas federales... aunque California, Minnesota y Chicago lo llamen tirano. Bonita paradoja: los militares defienden la Constitución... del que la juró.» «Y el gabinete que lo rodea?» preguntó una estudiante de periodismo. Anacleto se levantó y dio una vueltecita como para estirar las piernas, encendió un cigarrillo y tras exhalar el humo, bajando la voz, murmuró: «No podemos, camarita, ignorar la hipocresía de su gabinete… el elenco de su tragicomedia» dijo Anacleto con una sonrisa torcida. «Fíjense bien: prácticamente todos ellos son hijos de la migración. Así que, analicemos a sus cómplices, esos nietos modelados en fábricas de cinismo: Noem, nieta de alemanes que tilda de "invasores" a los que repiten su historia; Bondi, de italianos del sur; Hegget, descendiente de irlandeses; y el gran Secretario de Estado, el señor Narco Rubio, perdón, quise decir Marco, un joven que en Miami olía a caña de azúcar y hoy huele a oficina cerrada y desdén. ¡El hijo de un jornalero cubano! Hoy aplaude la deportación de venezolanos, a los que traicionó, luego de convencerlos a migrar, como si fueran plagas bíblicas. ¡Hipocresía sin límites! ¿Y Jenna Ellis? Esa que llama "criminales" a los migrantes... olvida que su abuelo escapó de la Alemania nazi. La memoria selectiva es el Alzheimer de quienes se creen con poder.» De repente, el rostro de Anacleto se tornó serio por un momento para lanzar la bomba: «¿Saben ustedes cual es el dato que impacta? Mientras Trump perdona a asaltantes del Capitolio (¡34 condenas propias!), un juez de Texas, que bloqueó sus deportaciones ilegales, amaneció esposado. ¿Delito? Creer que la Constitución tiene más peso que los caprichos presidenciales.» «¿Y qué hace el ICE?» pregunta un joven sindicalista. «El ICE, camarita, se ha convertido en una especie de Gestapo tropical. Persiguen con igual saña a legales e ilegales. Envían a unos a El Salvador, a otros a bases secretas, y a muchos los borran del mapa jurídico como quien borra una nota incómoda. ¿Debido proceso? Eso es música clásica para sordos en este gobierno.» El coronel retirado comentó: «Pero los jueces federales emitieron fallos en contra…» A lo que Anacleto rápidamente respondió: «Y él se los pasa por alto. ¿O no vio, camarita, lo del juez de Minnesota que arrestaron por obstrucción migratoria? ¿Qué tipo de democracia encarcela jueces por aplicar la ley? La clase de democracia que empieza a vestirse de dictadura con corbata.» El coronel insistió: «¿Y el Congreso? ¿Dónde está el contrapeso?» Anacleto apagó el cigarrillo. Su voz, un susurro helado: «Esto no es política, camaritas. Es venganza de un fantasma contra sus raíces. Trump sabe que su "América pura" es un mito racista. Por eso persigue a los migrantes: si los borra, quizás su reflejo desaparezca. Pero la historia tiene registros migratorios... y memoria. Ah, y no olviden: los mismos barcos que trajeron a su madre y a sus abuelos pobres, hoy llevarían deportados. El ciclo se cierra... con lágrimas latinas.» Anacleto se levantó, recogió su portafolio gastado, y sin más, sentenció: «No se detiene el torrente de sangre con muros; no se borra el origen con decretos; el problema no es la migración, es la amnesia. Y mientras ignoren su árbol genealógico, con viejos y nuevos inmigrantes en sus raíces, seguirán gobernando con miedo y rencor. Así opera aquel que reniega del árbol que le dio vida… del árbol que lo parió.»

El general Mark Milley, exjefe del Estado Mayor Conjunto de EEUU, se opuso a órdenes de Donald Trump que consideró peligrosas o inconstitucionales, como el uso de tropas contra manifestantes y posibles ataques preventivos. Esto es lo que hace diferente a un soldado de un mercenario. Rechazó ser parte de un “espectáculo político en uniforme” y afirmó (sic): “no juramos lealtad a un dictador”, “no juramos lealtad a un rey”. “Juramos lealtad a una nación y a su Constitución”. No fue el único. El general McConville y el exsecretario de Defensa Mark Esper, también se negaron a convertir el Pentágono en una guardia pretoriana y también desobedecieron órdenes extremas del presidente. Su resistencia reafirmó el compromiso con la Constitución por encima del poder personal. La democracia encontró defensores con principios. ¡Imaginen: Militares enseñando civismo a un gobierno de cínicos! Antes, el  almirante William McRaven, reconocido Navy Seal, cuestionó a Trump: “Consideraría un honor que me revocara… para poder añadir mi nombre a la lista de hombres y mujeres que se han pronunciado en contra de su presidencia”.

Mientras Rubio, Bondi, Hegget, Noem y el resto del gabinete político se arrodillan ante el presidente, algunos generales recordaron algo que se había olvidado en Washington: el uniforme debe lealtad a la Constitución, no a caprichos de un hombre con 34 condenas y complejo de rey. Fue una rebelión silenciosa. Mientras el gabinete civil se sometía, los soldados se mantenían firmes como guardianes del orden constitucional. Mientras Trump firmaba deportaciones exprés y amnistiaba a los que asaltaron el Capitolio, sus propios generales le decían que no. Milley, el viejo lobo de guerra, el hombre con más estrellas en el uniforme que demandas judiciales tiene el presidente, entendió lo que a los políticos no les gusta recordar: “hay algo más sagrado que la lealtad a un hombre: la lealtad a la nación”. Cuando Trump ordenó violar la Constitución, Milley literalmente se cruzó de brazos. ¿La ironía? Fueron los uniformados quienes salvaron a EEUU de su propio Comandante en Jefe. ¿La vergüenza? Que los civiles Rubio, Bondi, Hegget, Noem y compañía, aplaudieron cada abuso con fervor sectario. Como diría Bolívar: “Los tiranos no nacen; se hacen con el silencio de los cómplices.”

Si analizamos a quienes acompañan a Trump en su “circo gubernamental”, descubrimos una ironía sin par: son un “gabinete con pasaporte prestado". Mientras ese espécimen con 34 condenas como currículo y un informe psiquiátrico abierto sobre “delirio de grandeza”, libra su cruzada contra los migrantes, su equipo parece un catálogo de genealogías: James D. Vance, vicepresidente: sangre escocesa e irlandesa; Scott Bessent: linaje judío; Elaine Chao: inmigrante taiwanesa; Pete Hegseth: raíces noruegas; Ben Carson, afro-estadounidense de linaje esclavizado; Nikki Haley, hija del Punjab; etc. Todos callan. ¿Por qué? ¿Miedo a que el déspota de turno les exija mañana un test de pureza racial? ¿O simple cobardía moral? Ya lo advirtió el Washington Post: "Trump evalúa lealtades por grados de sumisión, no por principios". ¿Temor? ¿Cobardía? Es grotesco que un enfermo de narcisismo patológico tenga los códigos nucleares de EEUU, pero es trágico que quienes podrían detenerlo prefieren firmar permisos de vuelo para El Salvador antes que oponérsele. Como diría Anacleto: "No es un gobierno… es un asilo psiquiátrico donde los pacientes más cuerdos son los primeros en ser deportados".

 

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