Nos vemos mañana...

l aviso oficial del Metro en contra de los vendedores ambulantes se repite en voz clara y alta en cada estación recorrida. Reconoce que hay un problema de “mendicidad” en nuestra moderna capital. Y si lo dice el Metro debe ser verdad, así como es verdad que el sistema mejoró sustancialmente su servicio: aire acondicionado, escaleras mecánicas, embellecimiento de áreas comunes y el maravilloso método de la tarjeta electrónica para pagar el pasaje y exonerar a los mayores. Chapeau.

Nos vemos mañana...
Nos vemos mañana...

Nos vemos mañana...

Luis Carlucho Martín

Epa “Maracucho”. Epa “Ocumare”. Así se saludaron, al escucharse, esos viejos amigos, en el vagón del Metro durante este viaje dominical que hicimos desde Agua Salud hasta La California.

El “Maracucho”, de unos 45 años de edad, lleva una corneta guindando de su cuello con música religiosa. Sabe contagiar a todos los pasajeros. Domina recursos histriónicos. Y con su vozarrón complementa el interrumpido canto con aleccionadores discursos basados en el Evangelio. Y aunque uno no oye bien por el ruido de los pasajeros, como de memoria cita versículos y diversos pasajes de “La Santa Biblia” como si la estuviera leyendo en ese momento.

Por su parte, el septuagenario “Ocumare”, apodo con el que se identificó el interlocutor, de verbo mutilado debido a su tartamudez, no dejaba de balbucear con ciertas inconsistencias discursivas. Pedía la hora. Pedía plata. Pedía ubicación… Quizás reclamaba más atención y hasta compasión. Un hiperquinético empedernido. Muchos nervios a flor de piel, porque, además –quizás por su evidente condición patológica–, es proxémico invasivo. Intenta insistentemente tocar o tener contacto, piel a piel, con todo quien le brinda atención. Qué fastidio, dijo una infortunada señora que viajaba a su lado.

"¿Tú viviste con Marina?", le preguntó el “Maracucho”. Con su epiléptica respuesta, y entre risas, lo negó enfáticamente y remató: “Por cierto, tengo tiempo sin verla”…y siguieron las risas imbuidos en sus realidades, mientras refrescaban algunos pasajes de sus intimidades familiares como si viajaran solos en ese vagón.

“No compres mercancía dentro del Sistema Metro de Caracas, ni apoyes a personas que practican la mendicidad”, dice la omnipresente voz del altoparlante al mejor estilo del “Big Brother” de la novela 1984 de George Orwell. Todos oímos y callados observamos.

…En eso irrumpe una pareja de neo emprendedores ofreciendo su gran diversidad de chucherías baratas.

Y aunque la afluencia de pasajeros dificultaba la identificación del par de vendedores, apenas al oírlos –a pesar de estar de espaldas, tanto el “Maracucho” como “Ocumare”, supieron de quiénes se trataba como guiados por un instintivo e infalible sistema de identificación facial que con agudeza aguileña --a pesar del gentío-- se mostró inmaculado. 

Ambos fueron identificados por sus apodos, los cuales se relacionan con el producto que ofrecen. Uno era “Chamo María”, porque vende esas galletas dulces de la casa Puig. Y el otro era “Chamo Ciao”, por los caramelitos que ofrece a seis unidades por 20 bolos.

El aviso oficial del Metro en contra de los vendedores ambulantes se repite en voz clara y alta en cada estación recorrida. Reconoce que hay un problema de “mendicidad” en nuestra moderna capital. Y si lo dice el Metro debe ser verdad, así como es verdad que el sistema mejoró sustancialmente su servicio: aire acondicionado, escaleras mecánicas, embellecimiento de áreas comunes y el maravilloso método de la tarjeta electrónica para pagar el pasaje y exonerar a los mayores. Chapeau.

No obstante, en ese particular inframundo, la economía informal muta, se refugia, se mimetiza y se multiplica...

Mientras “Maracucho” y “Ocumare” siguen, entre cantos, pasajes bíblicos y cuentos mundanos, reconociendo a cada nuevo actor de la dinámica informal como si los tuvieran cara a cara, en el recorrido aparecen y se esfuman mancos que corren, amputados que saltan, mudos que hablan y los despreciables chulos que muestran un récipe arrugado y borroso para pedir plata en nombre de una supuesta hija que fue atropellada por un desgraciado motorizado que por irresponsable se dio a la fuga, y desde entonces ella está muy grave recluida en el tal hospital . “Señores, si hoy no consigo plata pa'l tratamiento le amputan la pierna”… llevan en eso más de cinco años. Afortunadamente ya nadie les cree sus cuentos chinos.

El mismísimo “Maracucho”, junto a un correligionario suyo, a pesar de no juzgar a nadie porque, según ellos, "el único que juzga es el Padre Rey y Redentor del Mundo”, no pudo quedarse callado. “Ocumare”, con ataque de risa nos contó a todos algo acerca de un pedigüeño. “Siempre enferma a la espo-posa y pide pla-plata en su nombre. Y cuando recauda va y se lo be-be-be-be o se lo fu-fu-fu-fuma todo en el barrio”, relata –con marcada gaguera– como si el dantesco episodio estuviese ocurriendo frente a sus ojos.

“Yo no pido en nombre del Señor”, aseveró el “Maracucho” a su camarada de culto. “Yo canto y hablo su palabra. Y si la gente me quiere ayudar pues yo lo acepto. Tengo hijos y mujer y vivo alquilado en La Bombilla”, relató, mientras con impresionante precisión citó un versículo de Mateo o de Juan –no recuerdo bien– para referirse a “Vitafer”, otro vendedor a quien, a pesar de no haber visto, lo identificó inequívocamente por el timbre de su voz cuando ofreció los caramelos que le garantizan el sustento.

En Sabana Grande o en Chacaíto, por ahí, se montó una señora a la que ambos reconocieron como “Juanita Cricrí”. Entre el susurro de los pasajeros, la bulla de los carajitos alegres que iban en cambote pa’l Parque del Este y otra vez la advertencia de no comprarle nada a los buhoneros ni apoyar la mendicidad, destacó el reclamo de aquella Doña, vendedora del sabroso chocolate con granitos de arroz "tostao". Luego de sentarse en un asiento destinado para la tercera edad, agitaba los brazos y comenzó a espetar maldiciones como inquiriendo a cualquier pasajero que se sintiese aludido. Buscando líos, pues. En actitud retadora sacó media canilla de pan salado “con lengua”, como dijo ella misma. Comenzó a devorarla y a quejarse: “Coño, ya no nos dejan trabajar. Ni aquí, ni en la calle. Yo no sé qué quiere esta gente. ¡Qué no trabajemos, será! Y cómo nos mantenemos. Qué vaina vale…" Y agregó un irrepetible mentón maternal que aunque sonó sabroso porque lo sacó del alma, resultó altisonante ya que aún estábamos en horario “todo usuarios”… Un par de señores le compraron varias barras de su tradicional producto.

Con el anuncio de llegada a la estación La California, “Ocumare” se apoyó en su improvisado bastón de palo de escoba y se despidió. “Yo sigo hasta Petare”, respondió el “Maracucho” y en efusivo abrazo y un sano sarcástico “nos vemos mañana”, se despidieron los reconocidos invidentes, protagonistas de la cotidianidad caraqueña…

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