Amnesia de Nación: La hipocresía migratoria en la narrativa oficial de la Casa Blanca
“Y mientras tanto, en algún rascacielos de EE.UU., otro ‘salvador’ firma un cheque con la mano que hundió al país.” ANACLETO

Luis Semprún Jurado
Hoy, El Bohemio olía distinto. No era sólo el café tostado ni los restos de humo que se enroscaban en las cortinas pesadas del local; era el aire denso de la conversación que se avecinaba. Anacleto llegó puntual como un reloj suizo. Sombrero desflecado, de paja, chaqueta Príncipe de Gales impecable, su pañuelo a cuadros (siempre a cuadros) y lentes de carey balanceándose en el filo de su nariz. Ordenó su café, encendió un cigarrillo y se acomodó como quien viene a dictar cátedra sin pizarrón. «Bueno, camaritas…» exhaló humo lentamente, como si espantara fantasmas. «Parece que esta semana repiten el libreto: perseguir migrantes como si fueran una plaga. Como si sus apellidos no vinieran del otro lado del mar.» Un joven estudiante de sociología lo interrumpió con respeto: «¿No tiene el Estado derecho a regular quién entra?» Anacleto lo miró por encima de los lentes, sorbió su café con parsimonia y respondió: «¿Regular? Claro. ¿Criminalizar? Jamás. ¿Estigmatizar? Menos. ¿Erigir muros y sembrar miedo? Mucho menos? Eso ya es patología.» Hizo una pausa. Inhaló. Exhaló. «Mire usted… el Presidente convicto, ese que pregona "valores estadounidenses", no existiría si sus antepasados no hubieran llegado con la misma incertidumbre que los migrantes que hoy desprecia. ¿O cree que vinieron con visa de inversionista y pasaporte diplomático?» Una risa seca. Ironía filosa. «Llegaron pobres, con acento torcido y perseguidos. Escapando unos del hambre, otros de la guerra, otros de la justicia de su país. Ahora, con un nieto en la Casa Blanca, resulta que los migrantes son "amenaza". ¡Pura xenofobia!» Una comerciante murmuró: «Pero Anacleto… la migración ahora es distinta.» Él se irguió en la silla. Sorbió café. Y con media sonrisa, soltó: «Antes eran italianos, irlandeses, polacos… y eso les parecía poético. Ahora son mejicanos, hondureños, haitianos, venezolanos… y eso les parece delito. Claro que es distinto: ahora vienen del Sur, con piel morena y sin padrinos en Wall Street. Ahora son otros.» Tamborileó los dedos sobre la mesa. «¿Y sus abuelos, señora? ¿Eran caballeros de primera clase o campesinos hacinados en la bodega de un barco? La mayoría ni inglés hablaba. Llegaron con lo puesto y el hambre en la cara. ¿Y ahora sus nietos levantan el dedo acusador?» Un militar retirado, voz ronca, lanzó: «¿Entonces, quién es el verdadero estadounidense?» Anacleto aplastó el cigarrillo como si el gesto fuera una sentencia. «¿Se refiere al “dueño originario” de esas tierras?... Aquel al que nadie le preguntó si quería ser desplazado: el Sioux, el Apache, el Cheyene, el Pielroja, el Navajo... Ellos no cruzaron fronteras. Las fronteras los cruzaron a ellos.» Alzó el dedo, remarcando lo obvio: «Ellos no cruzaron fronteras, camaritas, ellos ya estaban aquí cuando llegaron los barcos. Fueron desplazados, exterminados, encerrados en reservas. Ahora los nietos de los invasores se creen custodios de la tierra que usurparon.» Mira al techo, y luego de nuevo al grupo. «Y todavía se preguntan por qué tanto odio. Miedo al espejo, camaritas. Miedo a ver que su linaje también fue migrante, ilegal y pobre. Es una forma de negar su origen. De lavarse la sangre con el jabón de la amnesia.» Un silencio incómodo se posó sobre la mesa, pesado como un tratado incumplido. Solo el tintineo de una cucharilla rompió el hechizo. «La historia de EE.UU. es un eterno tránsito de maletas y olvidos», dijo Anacleto, encendiendo otro cigarrillo con parsimonia. «Algunos, con un árbol genealógico podrido por la soberbia, se creen descendientes del Mayflower y no del hambre.» Afuera, empezó a llover. Adentro, la humedad se mezcló con el humo, como si el tiempo también quisiera escuchar. «Entonces», dice una joven profesora, «¿dime de dónde sale eso del “estadounidense auténtico”? ¿Quién la inventó?» Él se reclinó, pasándose la mano por el pañuelo, y con voz pausada, casi didáctica, suelta: «Del miedo, profesora. Y de la necesidad de inventar algo para tapar la culpa. El gringo verdadero es un fantasma: blanco, anglosajón, protestante… pura ficción para justificar todo lo que vino después: la conquista, la esclavitud, la exclusión.» Sorbió café. «Y no nos engañemos, camaritas, ese fantasma fue útil para borrar todo lo incómodo: Indígenas, afros, latinos, asiáticos… todos cabían en el país, sí… siempre que no tocaran el pedestal del blanco anglosajón fundador.»
¿Qué papel han jugado los medios en esta farsa? Los medios son alquimistas del mito. Han convertido el miedo en patrioterismo barato y el sudor ajeno en ratings. Repiten hasta el cansancio la imagen del migrante como amenaza: narcotraficante, pandillero, parásito; jamás como trabajador, padre, poeta o soñador. ¿Acaso han visto una serie de televisión donde el migrante mejicano sea físico nuclear? ¿O un haitiano cirujano salvando vidas? ¿O un salvadoreño poeta? No. Los medios sirven estereotipos, no personas. Y sí, claro que hay delincuentes migrantes… como los hay en Park Avenue o Beverly Hills. La diferencia es grotesca: cuando un blanco mata, es un caso aislado; cuando un latino roba, es “la migración”. La generalización selectiva es el arma favorita del xenófobo. Nos quieren vender que la patria se construye cerrando puertas, pero la verdad es más cruda: EE.UU. nació con las puertas abiertas y fusiles apuntando a los que ya estaban allí. Entraron millones y desplazaron a los originarios. Y ahora, para blanquear ese pecado original, necesitan un chivo expiatorio. Hoy, ese chivo tiene acento español, piel mestiza, papeles vencidos… y sueños intactos. Por eso duele tanto.
En el fondo ese país no tiene un problema con la migración. Tiene un problema con la memoria. Porque recordar implicaría reconocer lo obvio: que su identidad nacional es caldero de contradicciones, un mestizaje forzado entre lenguas, costumbres y razas… y errores. No se trata de abrir fronteras como grifos, sino entender algo elemental: “Ningún muro detiene la historia”. Cada generación de migrantes ha seguido el mismo guión: primero, son plaga; luego, mano de obra barata y al final, “parte de nuestro legado”. Esos que hoy recogen tomates bajo el sol de Arizona, limpian hospitales en Nueva York o cuidan niños en Miami… mañana podrían tener hijos en el Congreso, como Marco Rubio, o incluso nietos en la Casa Blanca… como Donald Trump. ¿Cuántos senadores de origen latino hay? Entonces, la hipocresía estalla: Trump, hijo de un migrante escocés-alemán, casado con una eslovena. Rubio, hijo de migrantes cubanos, casado con una hija de migrantes ecuatorianos. ¿Los deportarán también? ¿O el miedo es que algún nuevo Trump, con piel morena y acento español, los desplace… como ellos desplazaron a los pueblos originarios?
Y en medio de todo esto, los venezolanos que huyeron del hambre fabricada por las 932 ilegales sanciones, que creyeron la farsa del “sueño americano”; los opositores radicales llenos de odio, los guarimberos, los que no simpatizan con el gobierno y los simplemente ingenuos que cayeron en el cuento de la Sayona. Vendieron sus recuerdos, cruzaron selvas, dejaron hijos y abuelos. Todo por un país hoy reducido a: deportaciones express a El Salvador o confinamiento en Guantánamo, como si fueran terroristas. Mientras, sus "protectores": Marco Rubio: mudo como estatua de sal; María Elvira: posando para fotos; la Sayona: aplaudiendo las deportaciones de Trump... mientras cobra cheques de la Exxon. La ironía es negra: Los que usaron el dolor venezolano para hacer campaña, hoy miran para otro lado. Porque el exilio también tiene clases sociales: Los de arriba: vuelan en “business class”, viven en Madrid o Miami y dan entrevistas. Los de abajo: duermen en centros de detención, con el miedo como cobija. Y su memoria es corta: Olvidaron que Trump los llamó "animales" en 2018, que Rubio votó por leyes que criminalizan migrantes, que la Sayona les vendió un regreso glorioso... pero solo regresaron las deportaciones.
Y en California, el humo. No el del café, sino el de la rabia. Los disturbios recientes son una muestra de la irracionalidad del odio. La Unión parece una camisa a punto de desgarrarse. Los funcionarios de ICE actúan con ensañamiento contra quien parezca latino. El macartismo volvió, pero esta vez “en nombre de la patria”. ¿Será que ninguno de esos agentes tiene abuelos migrantes? El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra. En 1890, en una estación del puerto de Nueva York, un funcionario escribió en un papel arrugado: “Llegan sin dinero, sin inglés, sin educación… solo con hambre y fe”. Y en 1956, en mala hora, llegaron los Rubio a Miami, no como exiliados del comunismo, sino con visa de trabajador temporal. Hoy, el nieto de uno es Presidente; el hijo del otro, Secretario de Estado. Como diría Anacleto: «Dos épocas distintas, sí. Pero la misma necesidad: sobrevivir. Hoy, sus descendientes levantan muros… para que no llegue nadie con una maleta, un acento raro y un sueño en ruinas… para que esa historia jamás vuelva a escribirse.»
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