Con siete relojes, la Catedral ha marcado el paso de la historia

Texto basado en la exhaustiva investigación del entonces cronista de Caracas Juan Ernesto Montenegro. Así evolucionaron las máquinas que han atestiguado el indetenible andar caraqueño

Con siete relojes, la Catedral ha marcado el paso de la historia
Con siete relojes, la Catedral ha marcado el paso de la historia

Luis Carlucho Martín 

Como todos los relojes manejan a su antojo los números que indican el paso del tiempo, esta larga crónica se basará en números, fechas, cábalas e historia.

Por ello, aprovechamos para anticipar que como no hay quinto malo, justamente el quinto en orden cronológico fue el reloj del Libertador Simón Bolívar. Ya verá el porqué.

Si siete es el número de la perfección, según muchas filosofías que mueven la vida; siete son los días de la semana; siete son los relojes que han marcado con constancia, aunque con ciertas imprecisiones, el paso del tiempo en uno de los escenarios que ha sido testigo de muy importantes acontecimientos históricos del país: la Catedral de Caracas.

Ese templo religioso erigido en 1636 en Santa Ana de Coro hubo de ser mudado a Caracas para evitar la acción vandálica de los piratas de la época. Para hacer posible el tedioso, pero necesario traslado, se contó con la influencia decisoria del obispo Fray Gonzalo de Angulo –maravillado por el envidiable clima caraqueño, las aguas de sus quebradas circundantes y el inmenso cerro Ávila– y de su sucesor Fray López Agurto de La Mata, quien por su amistad con el entonces gobernador Ruy Fernández de Fuenmayor formaliza la permuta.

Con todo y los cuatro o cinco minutos diarios que se perdían debido a la escasa tecnología, aquel reloj vino a parar de Coro a Caracas, para anunciar el paso del tiempo cada media hora con su viejo y deficiente sistema de sonidos.

Aquel aparato era impulsado por un motor de cinco ruedas pesadas y un escape de retorno regulado por dos martillos, que se alternaban para no entorpecer el movimiento de las agujas, que al agotar el ciclo daban la señal al encargado del campanario para que reprodujera a mayores decibeles los casi inaudibles repiques del desgastado reloj, que por cierto estuvo todo ese lapso dentro de la Catedral porque adolecía de torre.

Otra versión indica que ese marcador del tiempo no vino de Coro, sino que lo adquirió la máxima autoridad del templo caraqueño de parte de un potentado. Como haya sido, la iglesia mayor de Caracas tuvo reloj desde sus inicios.

Cuentan que con el tercio del valor de un esclavo laborioso –80 pesos–, aquel Cabildo de 1638 adquirió el segundo reloj para la Catedral. Su estructura, de bronce, emitía mayor sonoridad que le daba ventaja a esta pesada máquina respecto de la anterior. Pero por su anticuado sistema de pesas y escape de retorno, continuaba presentando retraso cercano a los 10 minutos, por lo que debía ponerse a tono por un reloj de sol.

“Ropasanta”, un tradicional personaje popular, según cuentan, predijo el mega terremoto de San Bernabé –que destruyó casi la totalidad de la ciudad– y el maltrecho reloj de la destruida Catedral quedó marcando la trágica hora: 8 y 45 de esa fatídica mañana del 11 de junio de 1641, día de ese santo.

En 1669 al fin se levanta una torre digna para la Catedral, por lo que se decide encargar un nuevo reloj con campana. Se trataba de uno de pie, relativamente pequeño, “de siete arrobas”, aunque con un peso de unos 80 kilogramos, que aventajaba a los anteriores en la solidez de su construcción y mejor sonido. El encargado de replicar sus marcas del tiempo fue el campanero Sebastián Flores.

En 1684, debido a un rayo que afectó la torre eclesiástica y por falta de dinero para comprar otro, este debió ser reparado hasta su sustitución en 1720.

El cuarto costó 500 pesos…

Aproximadamente en 1732, bajo la orden del obispo Dr. Don Joseph Félix Valverde se hacen nuevos trámites, y por un monto de 500 pesos que había donado el Deán Joseph Melero, se hizo la adquisición de la nueva máquina que debía, por vanidad de los capitalinos y su cúpula eclesiástica, ser reluciente, más preciso avalado en su novedoso péndulo y con una campana capaz de llegar a sitios alejados de la plaza Mayor con un sonido de carrillón.

Este cuarto reloj se denominó el reloj de Valverde, por sus diligencias para adquirirlo, mantenerlo en perfectas condiciones y sobre todo por haber devuelto al Cabildo la cantidad destinada para su compra. ¿Un cura honesto?!!!

El 21 de octubre de 1766, debido al terremoto de Santa Úrsula, este nuevo medidor del tiempo se vio afectado, aunque menos que la torre donde reposaba. Su tic tac siguió activo, pero con ciertas dificultades hasta un par de años más tarde que hubo de ser cambiado.

No hay quinto malo

No hay quinto malo, dicen. Es que aquel cuarto reloj fue sustituido por el que a la postre se conoce como el Reloj de Bolívar, ya que este fue testigo del nacimiento, bautizo y crecimiento del niño Simón, a la postre Libertador.

Además, esa máquina medidora de tiempo marcó los hechos libertarios de mitad del siglo XIX, como el 19 de abril de 1810 y el 5 de julio de 1811, el terremoto de Caracas del 26 de marzo de 1812, el desafío y supuesto dominio de Bolívar por sobre la naturaleza, y tantos otros.

Es decir, ese quinto no fue cualquier reloj. Marcó el andar indetenible de las correrías de Simoncito en sus travesuras infantiles y de sus primeras luces; traiciones de los subyugadores realistas, así como conspiraciones patriotas para desde el propio centro capitalino, quizás, darles fuerza a las aún no existentes consignas de Abajo Cadenas y Seguid el ejemplo que Caracas dio.

A principios de 1778 un gran reloj pretendió adornar la cúspide de la torre catedralicia; no obstante, algunas dimensiones exageradas hicieron necesarias ciertas adaptaciones de las que se encargó el reconocido relojero don Gregorio Ascune, quien luego de 10 meses de precisos cálculos dio vida a aquella inmensa máquina orgullo de los capitalinos, quienes se daban cita para aprender los números romanos que lucía la tan novedosa creación.

Se requirió de una iluminación especial para apreciar en su totalidad la magnanimidad de la obra, lo que a la larga generó ciertos signos en su estética que debieron ser atendidos para poner otra vez la hora oficial al servicio de toda la curiosa ciudadanía.

Este reloj de Bolívar contó con el privilegio de ser monitoreado y auxiliado en caso de retrasos por avatares técnicos y naturales, por un reloj de sol que creó el sabio Alejandro Humboldt.

A pesar de los daños incalculables generados por el sismo de 1812 que dejaron la esfera norte con las agujas paralizadas indicando las 4 horas y 7 minutos como el terrible instante –lo que requirió una momentánea sustitución por el reloj del cuartel Principal para sonar las campanadas, mientras hacían las reparaciones–, estuvo activa hasta 1856.

El sexto reloj: la discordia de los 3 mil pesos

En 1857 el nuevo jefe de la Iglesia católica venezolana era el doctor Silvestre Guevara y Lira, quien por su amistad con el presidente José Gregorio Monagas logró rápido ascenso a arzobispo.

Luego de ocuparse en reactivar la vida ciudadana destrozada por la epidemia de cólera, se dedicó a asuntos eclesiásticos y de la Catedral. Allí nace la necesidad de un sexto reloj.

La Iglesia había erogado dos mil pesos que sumados a los mil del Congreso Nacional fueron entregados al Concejo Municipal para adquirir la nueva maquinaria. Pero esos reales desaparecieron y nadie fue, ni Curas ni políticos.

Por el requerimiento del reloj para guiar no solo la campana religiosa sino el andar de las oficinas públicas, se ordenó la inversión de dos mil pesos para traer una máquina inglesa moderna. Los recursos salieron de unos fondos de Rentas Municipales de La Guaira que debía establecer la negociación con el vendedor Roberto Lyers.

Eran los días de Antonio Leocadio Guzmán en los que correspondió el honor de colocar y echar a andar la máquina al relojero Manuel Marquiz, a un costo de mil pesos que fueron pagados por residentes acaudalados.

En vista de que los números de la esfera resultaron muy pequeños fueron objeto de crítica, por lo que se encargaron cuatro nuevas esferas vistosas a un precio de 418 pesos y otros 50 pesos por unas nuevas agujas, más 250 por fijar las esferas. Así nace y se ajusta este penúltimo aparato, ya no tan anunciador sino controlador del tiempo que, con sus números –simulaban ser de oro– mantenía distraído al pueblo, mientras líderes y guerreros se enfrentaban hasta morir en las llamadas revoluciones de colores.

¿Hora de la muerte?

 El gabinete nacional, presidido por Guillermo Tell Villegas, ordena detener las agujas del icónico reloj a las 10 en punto de la noche del 18 de noviembre de 1868 para indicar la hora de muerte del líder José Tadeo Monagas. El tiempo simuló detenerse hasta dos días, hasta culminar las exequias del guerrero.

Guzmán Blanco, al llegar al poder decide pasar al viejo reloj, en pleno funcionamiento, a la recién construida iglesia de San José donde permanece aún.

Así nace el séptimo reloj. Más grande y dotado con unos armoniosos carrillones. Aunque lo encargó el presidente Hermógenes López, fue instalado en lo más alto de la Catedral por su sucesor, Juan Pablo Rojas Paúl, Presidente recomendado por el Ilustre Americano, quien mandaba desde Europa.

Blanco había proyectado una modernísima Plaza Bolívar con el ingeniero Roudier y el escultor Tadolini, estatua ecuestre de Bolívar, pisos de mármol y otros ornatos modernos, por lo que un nuevo reloj para la Catedral era más que una necesidad en aquel suntuoso y estético derroche cultural.

Un total de 1.181 libras esterlinas se pagaron a Losada, el constructor español que vivía en Inglaterra. Ganó tanto dinero que además de las notas del Himno Nacional incorporadas al sonido del reloj le agregó como obsequio un carrillón con siete piezas clásicas religiosas, lo que aumentaba la vistosidad y la ostentación de tan moderna pieza, cuya mole de más de siete toneladas debió ser instalada por el experto relojero británico Gosling, a quien se le desembolsaron otras 200 libras esterlinas.

Por ello aquella Navidad de 1888 se disfrutó en la Plaza Bolívar, a ritmo metálico, un exótico Himno Nacional.

Pasó más de un siglo hasta que el terremoto de 1967 generó algunos daños que fueron resueltos de inmediato y reactivaron la vida a este gigante que ha sido testigo del tiempo por infinitas lunas y, aparentemente por las que vendrán, debido a su inmejorable calidad de fabricación con el inobjetable sello de durabilidad eterna.

¿Acaso alguien se atreve hoy a modernizarlo? El primer desafío será el indetenible dólar que haría inalcanzables los costos…

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