El 13 de octubre de 1972, hace medio siglo, un vuelo que transportaba al equipo de rugby Old Christians Club de Uruguay se estrelló en los Andes. Comenzaba una odisea…Esta tragedia motivó una película muy famosa, «Supervivientes de Los Andes».
Pocas tragedias conmovieron al mundo en el siglo XX como el accidente aéreo del Old Christians Club de Montevideo, un equipo de rugby que viajaba a Chile para disputar un partido amistoso y cuyo rastro se perdió en la cordillera de los Andes tal día como un 13 de octubre hace 50 años. Pero lo que dio relevancia a la tragedia fue la historia de los 16 supervivientes, encontrados 72 días después, tras utilizar todo su ingenio e instinto para mantenerse con vida y mandar a dos de ellos, Roberto Canessa y Nando Parrado, a buscar ayuda. Entre sus recursos, como reconocieron los propios protagonistas, estuvo la alimentación a base de carne humana, aprovechando los cuerpos de los fallecidos.
El 13 de octubre de 1972, el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya despegó desde Montevideo con destino a Santiago de Chile. A bordo, 40 pasajeros y cinco tripulantes. Entre el pasaje viajaba el equipo de rugby Old Christians Club para jugar su partido y aprovechando el desplazamiento, iban acompañados de familiares y amigos.
Me estoy volviendo loco, estoy pensando en comerme el cuerpo de nuestros amigos
Roberto Canessa (superviviente)
El mal tiempo presidió la travesía. En pleno vuelo sobre la cordillera de Los Andes, los pilotos perdieron referencias visuales y una concatenación fatídica de acontecimientos les llevó a perder el control de la aeronave. Creyeron estar más cerca de Chile de lo que realmente estaban e iniciaron un descenso fatal. El avión se estrelló contra un risco. Perdió la cola y las dos alas, manteniendo el fuselaje que, como un cilindro, resbaló glaciar abajo durante un kilometro hasta estrellarse contra el hielo. 33 personas sobrevivieron a ese primer impacto. Perdidos en la nieve, a 4.000 metros de altura, soportando temperaturas nocturnas de 40 bajo cero, el drama no había hecho más que empezar.
La debilidad de los heridos dio paso a un goteo constante de muertes. El escenario era dantesco. Apenas tenían para comer las pocas vituallas que llevaba el avión: unas chocolatinas, frutos secos… poco más. Intentaron comer cigarrillos, espuma de los asientos, sorber grasa de los cinturones. Hasta que llegó la gran decisión: tomar carne de los cadáveres que yacían protegidos bajo el hielo, en un pequeño cementerio al lado del avión. Primero, piel y algo de músculo. Con el tiempo, también las vísceras.
Dos acontecimientos acentuaron aún más el drama que estaban viviendo. Un grupo salió a buscar la cola del aparato, muchos metros más arriba, con el fin de rescatar el sistema de comunicaciones. Consiguieron fabricar un pequeño receptor a base de transistores. A los 10 días, su pequeña radio captó una emisión en la que escucharon que los gobiernos de Uruguay, Argentina y Chile daban por concluida la búsqueda y la operación de rescate. Fue un mazazo. Quedaban abandonados a su suerte.
17 días después del accidente, una avalancha sorprendió a los supervivientes mientras dormían acurrucados entre los restos del fuselaje. El alud causó ocho muertes. La desesperación de quienes tuvieron mejor suerte para rescatar a quienes estaban bajo la nieve fue uno de los momentos más angustiosos de todo el periplo. Ya sólo quedaban 16.
El grupo tomó otra decisión clave: salir a buscar ayuda. Ante ellos, paredes de roca y hielo de mil metros de altura que requerían técnicas y equipamiento de escalada. No tenían preparación ni tenían ropa. Fabricaron sacos de dormir con las fundas de los asientos, usaron las botas con las que jugaban al rugby, aprovechando el taco, a modo de calzado montañero. Y eligieron a los tres más enteros: Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín. Parrado había perdido a su hermana y a su madre en el accidente. La fuerza que tiraba de él era sobrevivir para que su padre no se quedara solo. Fue uno de los motivos para incluirle en la terna: quería vivir a toda costa.
Antes de elegir la ruta del oeste, hicieron varios intentos, pero la inmensidad de lo que se encontraban ante ellos, les hacía desistir. Tres días después de la intentona definitiva, ante su debilidad y el peligro de muerte, el trío decidió que Vizintín regresara al lugar del accidente. Parrado y Canessa siguieron adelante.
Se enfrentaron a una caminata de siete días que está en los anales de la historia de la supervivencia humana. Escalaron montañas, atravesaron aristas, descendieron barrancos… Su periplo, estudiado después, está fuera de los límites. Todo ello, al borde de la inanición y apenas arropados por unos chaquetones de la época.
La gente nos aceptó, nos perdonó y nos ayudó a reintegrarnos en la sociedad
Adolfo Strauch (superviviente)
Parrado y Canessa comenzaron a perder altura y a cambiar los hielos por la vegetación. E incluso vieron algún vestigio de vida humana. Pero no sabían ni dónde se encontraban ni cuanto tardarían en establecer contacto con alguien. Ni siquiera sabían si estarían vivos al día siguiente.
Su salvador apareció al otro lado de un río. Sergio Catalán, un arriero chileno, les lanzó un trozo de pan y un lapicero y una hoja de papel envolviendo una piedra. Canessa se la mandó de vuelta con este texto: «Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí. No sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?»
Conferencias y altruismo en ‘la sociedad de la nieve’
Escuchar la charla de Gustavo Zerbino (en la foto), uno de los supervivientes, en la última edición del Marca Sport Weekend, da una idea no sólo de la dimensión de la tragedia sino de cómo la han ido asimilando los protagonistas con el correr de los años. De los 16 supervivientes, sólo ha fallecido uno durante este tiempo. Javier Methol, a los 79 años, murió víctima de un cáncer en 2015. Como el resto de sus compañeros, logró rehacer su vida personal y profesional. La mayoría del grupo tiene un denominador común: a lo largo de este tiempo se han dedicado a dar conferencias y al altruismo. Muchas de sus charlas se desarrollan en ámbitos profesionales y conllevan un beneficio económico que los protagonistas manejan según su criterio, puesto que algunos lo destinan directamente a causas benéficas. Pero, tras una experiencia como la de estos hombres, que hoy se reúnen cada año bajo el nombre de La Sociedad de la Nieve, hay un trasfondo de altruismo y solidaridad en sus actos. Por ejemplo, Roberto Canesa, un eminente cardiólogo infantil, está a disposición de cualquier familia que no pueda pagar un tratamiento. Los recibe gratis y a cualquier hora.